𝕋𝟙. ℂ𝟙 𝔻𝕣𝕒𝕔𝕦𝕝𝕒

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El 76' fue el año de los Juegos Olímpicos de Montreal. El año en que se estrenó Rocky con Sylvester Stallone. En la radio argentina estaba de moda SeruGiran con la canción "La canción de Alicia en el país".

En Colombia, se aprobó la dosis personal y fueron el primer cultivador de marihuana del mundo y en Argentina, fue el año en que la dictadura militar mató a cientos de estudiantes, secuestraron y embarazaron mujeres y las Madres de Plaza de Mayo comenzaron a tener el mismo peso que años despues tuvieron Las Abuelas de Plaza.

Fue el año en que Isabel Martínez de Perón fue derrocada y exiliada por Videla, Massera y Agosti respectivamente. Y el año en que mi padre, un corrupto intendente del partido peronista, tuvo que exiliarse con toda la familia a un país distinto, con costumbres distintas y formas de hablar distintas.

Y también fue el año en que cursé el quinto año de bachillerato, en un país donde la religión no se tocaba y el feminismo estaba muy mal visto, sobre todo si tus padres te inscriben en un colegio que es únicamente de varones con la excusa de que quieren comenzar a ser más liberales. Además, la doctora Alicia (rectora y hermana mayor de mi mamá) había optado por comenzar a abrir los horizontes de las mentes de un montón de adolescentes hormonales: la llegada de la segunda mujer que conocieron en sus vidas.

Pero lo más importante, el 76 fue el año en que conocí a Álvaro, el primer hombre del que me enamoré.

En el 76' había mucha represión sexual, los colegios mixtos no existían y los métodos de educación se basaban en el castigo. Los roles sexuales estaban claramente definidos y la homosexualidad era pecado. Definitivamente era un mundo diferente.

Mi primer día en el colegio José María Root se sentía como el primer día de una condena a un crimen que no cometí. Sentí en mí más miradas de las que me hubieran gustado recibir y para colmo, la presencia de mis padres siendo guiados por la rectora Alicia, incrementaba totalmente los nervios de un primer día en un colegio de varones. Era como meterse en la boca del lobo. Los pasillos eran largos y terminaban en un centro iluminado por el cielo desnudo, los balcones eran de piedra pintada de blanco y en las paredes había pinturas y cristaleras con imágenes de un hombre vestido de traje con la mano apoyada ligeramente en el respaldo de una silla.

La rectoría era una oficina pequeña. Mis padres habían afirmado que las oficinas de rectores en Argentina eran el doble que esa y que faltaba el cuadro del padre de la patria: José de San Martín en algún lado del cuarto. Otra razón más para extrañar un país que, aunque lejos, manteníamos siempre presente en nuestras memorias. No era fácil salir del país en donde uno nace y se cría; la situación de tener que huir de aquel país era doblemente rencorosa para mi en esa época. Pocas veces pienso en qué hubiera pasado si mi papá mantenía su idea de quedarnos en Buenos Aires y mantener la manifestación en contra de las fuerzas armadas. Seguramente, ninguno de los miembros de mi familia o quizá solo mi papá, estuviera contando la historia.

La rectora Alicia era una mujer de porte duro y cara de pocos amigos. Unos ojos azules que escondía tras el marco cuadrado de unos anteojos sin aumento y su traje estaba perfectamente planchado. Hasta olía a almidón, cuyo perfume llegó también a mi mamá y papá.

LA PRIMERA VEZ DE CASTRO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora