Noches finales.

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Aprendí a quedarme tranquilo.
A no hacer nada, ni siquiera ir por un vaso de agua.

Prepararse para dormir pese a que recién había oscurecido. Apagar las luces. Echarse en la cama. Cerrar los ojos y no hacer nada.

Era la forma más sensible que tenía de combatir el parásito en mi cabeza. Si no quería perder contra él, debía guardar silencio y aguardar tranquilo.

Perder me costaría la vida.

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Siento que muero.
Que me desangro al andar.
Que los órganos se me salen por los ojos al llorar.

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Me has preguntado si me siento así por estas razones: Si cometí algún error, si alguien me hizo algo, o si me orillaron a esto.

No tiene relación con nada, en absoluto.

A menudo sentía desesperación y angustia ante los años, solo la idea de no vivir hasta ese momento tranquilizaba mi alma; me daba el consuelo que nadie ni nada más podía darme.

Escribía mucho, es algo que amaba con todo mi corazón. Mi profesor dijo disfrutar mis cuentos, pero le parecía frustrante cierto patrón: Mis personajes, como bombas de tiempo, ollas de presión, contenedores de deshechos; jamás confesaban lo que les dolía, terminaban con finales trágicos antes que estallar.

Conozco esa desesperación, como la palma de mi mano. Pensé que la terminaría de comprender con el tiempo, pero creo que jamás pude acostumbrarme a semejante dolor.
Podía sentirlo masticar mi garganta, como si aquella sensación fuese devorando desde adentro hacia afuera.

Matarle fue la única solución. Sin culpas ajenas. Quizás falla de algún neurotransmisor o el simple hecho de ser diferente. Si se tratara de lo segundo, no creo que valiera la pena; la idea de jamás ser comprendido me asfixiaba más que la vida.

La muerte sería la única piadosa.

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No importa cuantas noches escuche el reloj apuntar las cinco, aún vivo, como condenado a empezar el día sin haber dormido.

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En ocasiones me toma mucho esfuerzo visualizar el futuro.

Me ahogo, me deshidrato, y vuelvo a beber agua que se seca al contacto con mi lengua. La deshidratación me produce migraña, delirios, cansancio que me derrota sobre el marco de la ventana.

Miro hacia abajo.
A este punto es ridículo que mienta y niegue que intento saltar, pero no tengo fuerza para arrojarme. Antes solo eran mis manos contra mi cuello, que me dormían antes de fallecer. Llegó incluso a ser golpes contra mi sien, queriendo dejarme inconsciente. En esos momentos se me atraviesan cosas banales, como compromisos. Otras más importantes, como la persona a quien amo.

Me ha costado mucho trabajo, un esfuerzo inhumano, no decirle que aún pienso en la muerte. Que no salto porque no puedo, no porque no quiera. Aún no puedo. Aún le tengo a él. Mi vida aún se aferra a él.

Pero siempre estoy a nada de saltar.

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Cuando me siento en la orilla, donde acaba mi cuerpo y comienza el descenso, entre el levantar o permanecer en las sábanas.

La mañana no es aún, el frío no cesa, el sueño aún no repara mi cabeza.

Cierro los ojos ante el recuerdo. Si duermo lo sueño, si despierto lo pienso; aquel rojo vivo.

Los coágulos en mi cabeza, en su cuello, en mis manos. Qué tormento es pensar en el suicidio de mi hermano.

Deshechos y notas del subsuelo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora