En el reino de Astoria se encontraba una pequeña ciudad llamada Zyna, un lugar donde la vida cotidiana se entrelazaba con la lucha por la supervivencia. Para los afortunados, Zyna era un gélido abrazo, un refugio cálido donde las luces de las tiendas brillaban como estrellas en una noche oscura. Sin embargo, para los desamparados, era un glaciar grueso, una prisión helada que les negaba la esperanza y el calor humano. El mercado estaba abarrotado de gente; amas de casa corrían de un lado a otro, sus cestas llenas de productos frescos y especias aromáticas que llenaban el aire con fragancias tentadoras. Los vendedores alzaban sus voces en animadas disputas, tratando de atraer a los transeúntes hacia sus puestos, mientras otros intercambiaban risas y chismes en los rincones.
Las calles estaban impregnadas de vida: niños jugaban a la pelota entre las mesas del mercado, y músicos ambulantes llenaban el ambiente con melodías alegres que hacían olvidar, aunque sea por un momento, las preocupaciones del día a día. Sin embargo, al margen de todo ese bullicio y alegría, se erguía el palacio real en un silencio sepulcral. Las imponentes torres de piedra gris se alzaban hacia el cielo como guardianes solitarios, y la tensión se sentía en el aire denso como una tormenta inminente.Alejandro estaba descansando en su trono, su mejilla presionada contra la palma de su mano. Su mirada viajaba una y otra vez por las letras de la carta que le había llegado hace meses, un oscuro presagio que dictaba que su muerte llegaría y que no había nada que pudiera hacer al respecto. Era un hombre viejo y desgastado; sus manos temblorosas apenas podían sostener el papel, y ni siquiera con todas sus fuerzas podría levantar una espada. La vida lo había ido desgastando, como el tiempo erosiona las rocas; cada batalla perdida, cada traición sufrida, lo habían convertido en una sombra del guerrero que una vez fue.
La banda mercenaria del bosque Trotwood había crecido en poder y audacia. Su líder, Zaiden Edevane, era un revolucionario astuto y ambicioso que buscaba el poder y la riqueza sin importar las consecuencias. Con un plan meticulosamente elaborado, decidió ir directo al pez gordo de la realeza, sabiendo que Alejandro estaba debilitado. Los rumores sobre su inminente caída se esparcían como fuego en un campo seco; muchos esperaban con ansias el momento en que el emperador se desvaneciera del trono.Mientras Alejandro recordaba los años de su reinado, una oleada de nostalgia lo invadió. Recordó aquellos días lejanos cuando era un joven príncipe lleno de sueños y ambiciones, un muchacho alegre y valiente que se enfrentaba a cualquier adversidad con una sonrisa. Sin embargo, ahora se encontraba al borde de ser solo otro nombre en la lista de antiguos gobernadores del imperio de Astoria. Su descendencia podría tomar el mando, sí, pero ¿qué futuro les esperaba si el legado estaba manchado por la traición?
Chrrr
El sonido de la puerta principal abriéndose interrumpió sus pensamientos. Levantó la vista lentamente y allí estaba él: Zaiden Edevane. El líder de los mercenarios se erguía imponente en el umbral, con su característica máscara blanca que ocultaba su rostro tras un velo de misterio. Los ojos negros vacíos detrás de esa máscara parecían absorber la luz del entorno, proyectando una sombra ominosa sobre el salón real. La máscara estaba manchada con lo que parecía ser la sangre de los guardias caídos que habían intentado protegerlo; un recordatorio escalofriante del peligro que representaba este hombre.
Alejandro sintió cómo el aire se tornó denso a su alrededor. La sala estaba impregnada de una tensión palpable mientras ambos hombres intercambiaban miradas: el emperador acorralado por su destino y el usurpador decidido a reclamar lo que consideraba suyo por derecho. Con cada segundo que pasaba, se hacía evidente que esta era una confrontación inevitable.
A pesar de la sombría situación en la que se encontraba, el emperador Alejandro no podía sentirse más aliviado de haber enviado a sus dos hijas lejos del reino en un barco. Con un gesto de determinación, había dado la orden de custodiarlas a su más confiable lacayo, Ian Wesley, un hombre cuya lealtad había sido probada en múltiples ocasiones y que conocía cada rincón del vasto imperio.
Los pasos del mercenario Zaiden resonaban en la sala del trono, acercándose al cuerpo cansado de Alejandro. El emperador, con su rostro surcado por el tiempo y las preocupaciones, solo le dedicó una mirada impasible. El silencio era abrumador; cada segundo se sentía como un eternidad mientras Zaiden se cernía sobre el viejo emperador, aguardando algún movimiento de su parte, algún acto de defensa que nunca llegó a suceder.
En ese instante de quietud reverberante, el débil latido del corazón de Alejandro era lo único que rompía la penumbra. Era un sonido casi inaudible, pero lleno de vida, un recordatorio de que aún existía en medio del inminente final.
Sin esperar un segundo más, Zaiden hundió su cuchillo en el pecho del emperador. Una mancha rojiza comenzó a teñir las ropas blancas como la nieve que adornaban su figura regia. El sabor metálico de la sangre inundó la boca de Alejandro, pero no dejó escapar ni un susurro; su valentía era tan notable como su resignación. No pidió clemencia ni mostró miedo; simplemente aceptó su destino con una dignidad silenciosa.
El mercenario, disgustado por la falta de reacción ante su ataque, hundió más profundo el arma con un gesto brusco y decidido. Podía escuchar cómo la carne del emperador se desgarraba por dentro, un sonido grotesco que contrastaba con el aire solemne del lugar. La vida se desvanecía lentamente del cuerpo de Alejandro.
En un último acto de desafío, el emperador escupió su sangre sobre la máscara blanca del joven mercenario. El líquido rojo brilló como rubíes bajo la luz tenue del salón antes de caer al suelo. Fue un momento cargado de simbolismo: el último vestigio de resistencia ante su opresor.
Finalmente, Alejandro cayó muerto sobre su trono, una imagen trágica que representaba no solo su caída sino también el fin de una era.
Zaiden observó el cadáver sin una expresión en su rostro; no sentía nada. Creyó que acabar con Alejandro le proporcionaría algún tipo de satisfacción o emoción -un rayo de triunfo- pero esa chispa nunca surgió. En cambio, una sensación vacía lo envolvió como una niebla fría.
Con pasos lentos y decididos, se dio la vuelta y se retiró de la sala del trono sin ningún remordimiento. La puerta se cerró tras él con un eco sordo que resonó en los pasillos vacíos del palacio; un sonido que marcaba no solo el final de una vida sino también el comienzo de nuevas sombras que acechaban en el horizonte.
ESTÁS LEYENDO
𝐊𝐚𝐞𝐭𝐞𝐥𝐢𝐚 | Las Joyas De La Princesa
Fantasíalo que alguna vez se recordaba al imperio de Astoria tan vibrante y alegre, de él ahora solo quedan cenizas de los caídos esparcidos Por doquier luego de la masacre a la familia imperial, dejando solamente vivas a las futuras herederas al trono; Shi...