|Prologo|

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El bebé que el pueblo tanto anhelaba acababa de nacer del vientre de la emperatriz. En aquella noche de inquietante silencio, los estruendosos llantos del recién nacido hacían eco contra el frío mármol del palacio. Acostada en la cama con las sábanas empapadas en sudor, su madre miraba a la pequeña con una mezcla de tristeza y resignación.

La tenue luz de las antorchas iluminó el rostro rojizo de la pequeña. Sus ojos permanecían cerrados, ajenos al mundo que acababa de recibirla. Antes de que la emperatriz tocara siquiera un pequeño mechón de su hija, alguien irrumpió en la sala. La pesada capa se arrastraba por el suelo empapada por la lluvia. Una mirada severa y fría se posó en la emperatriz. Se acercó a la partera y, sin mediar palabra, tomó a la pequeña en sus brazos.

    —Una niña, es hermosa —soltó una risa amarga entre sus palabras—; tiene sus ojos.

    —Por favor, Hael... —susurró con la voz quebrada por la desesperación; sentía su estómago volverse un nudo sollozando ante lo inevitable.

    —¿Por qué las lágrimas, Leora? Así te llamaba él, ¿o me equivoco? —su semblante estaba lleno de sarcasmo.

Eleonora intentó levantarse de la gran cama para arrebatarle de los brazos a su bebé, pero fue detenida por la partera.

    —Charlotte, ese será su nombre. Será lo único que tendrás de ella —Hael acarició la tierna mejilla—. La cuidaré bien; disfruta tu título como emperatriz.

|Sonata de secretos|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora