Prólogo

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Estaba nevando.

Era invierno, quizá el más frío que había experimentado hasta ese momento en su corta vida.

Se levantó de la cama después de que la luz del sol entrase por su ventana y le impidiera continuar descansando. Cuando se acercó para correr la cortina por completo, se dio cuenta de que varias personas vestidas de negro estaban al pie de la casa.
Su madre le había explicado hace tiempo que el negro significaba muerte, y que si alguien lo portaba, era porque alguna tragedia había pasado en su vida. Él creía que quizá era una exageración, después de todo se trataba sólo de un color.

O eso era hasta ese día.

Ese trágico día.

Se hundió de nuevo en la cama cuando el viento inundó la habitación y lo hizo tiritar. La calidez de las sábanas lo abrazó con fuerza, y quizá se trataba de una sensación que jamás volvió a sentir. Una calidez que desapareció con el tiempo.
Tocaron a la puerta, primero despacio y después con insistencia, llamándolo por su nombre.

Con el rostro adormilado, miró el reloj sobre su mesita de noche y se dio cuenta de que eran a penas las siete. ¿Por qué estaban llamándolo tan temprano? Y de todos modos, ¿por qué él mismo había despertado a esa hora? Su horario normal se movía entre las nueve y las once, porque su madre siempre lo dejaba descansar un poco más.

Pensó que entonces en serio había pasado algo, pero su pequeña mente de cinco años no pudo explicarse qué.
Fue entonces que la puerta se abrió. Su tía abuela había entrado, también vestida de negro y con un pañuelo en la mano.

—Date prisa —le dijo, con la voz entrecortada.

—¿Dónde está mi mami? —preguntó, bostezando después.

No hubo respuesta.

La mujer abrió el enorme armario al fondo de la habitación y sacó un pequeño traje color negro, una camisa blanca y zapatos bien lustrados. Los llevó hasta la cama y le dijo al niño que se vistiera.
Salió de la habitación, donde sus sollozos se escuchaban a través de la puerta.
No tuvo más opción que quitarse la pijama y comenzar a arreglarse.

Su madre siempre era quién lo levantaba y lo vestía, quién lo arreglaba para sus clases en casa y su lecciones de piano y francés.

Pero no había aparecido esta vez.

Cuando estuvo listo, salió de la habitación, asomándose hacia el piso de abajo, donde encontró a toda la gente vestida de negro que había estado afuera hacía unos minutos. Bajó las escaleras despacio, sujetándose para no tropezar.
Buscó con la mirada algún rostro de confianza, pero dígamos que nunca había convivido mucho su familia. Sus primos eran muy mayores y no tenía hermanos, y los adultos eran demasiado antipáticos como para acercarse.

Optó por buscar a su padre, que debería estar por alguna parte. Hasta que una mano le tomó el hombro y lo hizo volverse. Probablemente la única persona de su familia materna que lo trataba con amabilidad. La novia del hermano del primo lejano de la tía de su papá. Su nombre era Eliza. Creía que era demasiado joven aún para salir con un hombre mayor que ella, pero no era algo que le quitara el sueño.

—¿Cómo estás? —le preguntó, con una pequeña sonrisa en su rostro, delgado y pálido como el de alguien que acababa de ver un muerto.

—No encuentro a mi mami —respondió, importándole poco la pregunta que le habían hecho.

Eliza dejó de sonreír un momento, para darse cuenta de que la corbata del pequeño estaba mal puesta. La tomó entre sus manos y la arregló.

—¿La has visto tú? —insistió él.

—Algo así.

—Hay mucha gente —agregó, mirándola fijamente—. No me gusta.

Y su mirada se sintió como si le tiraran agua fría. Sus ojos brillantes y profundos, con inocencia en ellos preguntándose por lo que consideraba su lugar seguro.

—Será así por unas horas —explicó—. Pronto nos iremos.

—Pero quiero ver a mi mamá.

Un nudo en la garganta le impidió decir una palabra más. No era experta con los niños, nunca lo había sido, pero sabía que tampoco podía decirle algo tan fuerte como eso.

Su madre no iba regresar.

—Escucha, yo...

Fue interrumpida por la mujer que había entrado a la habitación del pequeño minutos antes. Lo tomó del brazo y lo arrastró por el lugar, donde Eliza lo perdió de vista.
Había comenzado a quejarse porque el agarre era demasiado fuerte, y eso provocó que la gente a su alrededor lo mirara con desprecio.

Era sólo un niño después de todo.

Un niño.

Se detuvieron en la enorme sala, que estaba adornada con lazos blancos y negros y flores de diferentes colores. Pudo distinguir las amapolas, esas que su madre cuidaba en el jardín y decía adorar con el alma.
Hasta ese momento, no había notado el cajón sobre la mesa en el centro de la sala. Los adultos comenzaron a hablar, y él, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo encontrar el rostro de su madre.

Pasos fuertes resonaron en el lugar, revelando que su padre se acercaba a donde estaba. Nunca lo había visto sonreír, y esta vez se veía más frustrado que nunca.
Se acercó a él y lo cargó con rudeza, lastimándole los costados por el agarre de sus dedos.
Entonces miró hacia el cajón y la vio, con el rostro pálido y los ojos cerrados.

Su madre.

Estaba vestida de blanco, con el cabello suelto acomodado detrás de su cabeza. Tenía las manos sobre el regazo y una cruz pequeña en el pecho.

¿Por qué estaba dormida ahí dentro?

Cuando se volvió para preguntar a su padre, este lo tomó de la mandíbula y lo hizo mirarla de nuevo.

—Mírala —le dijo— ¡TE DIGO QUE LA MIRES, MALDITA SEA!

Esa fue la imagen más horrible que pudo haber guardado en su memoria, el recuerdo más doloroso.

—Está muerta —le dijo su padre— y es tu culpa.

¿Por qué?

Él sólo la había adorado como un hijo adora a su madre. Pero aquel amor que ella le brindó esos pocos años se esfumó cuando apareció detrás de ese cristal, sin moverse.
Su padre se encargó de hacerle saber que su miserable existencia era la razón por la que ella se había ido.

Y con el tiempo, se acostumbró a aceptar ese hecho, en donde él mata a su madre y pone en vergüenza el nombre de su familia; donde trae desdicha y es tratado como un fracasado.

Donde su propia muerte sería la mejor alegría para la gente que lo rodeaba.

Acostumbrado a mentir, humillar y despreciar a los demás para tener un lugar entre los de su clase. Para poder ser alguien en un mundo donde es menos que nada. Para sentirse apreciado otra vez.

—Nunca serás mi hijo —y esas palabras resonaron en su cabeza hasta el final de sus días—. Ojalá estuvieras muerto, Bradley.

Un mundo del que desea desaparecer.

...

Notas de autor:

Me di cuenta de que siempre empiezo mis escritos hablando sobre el clima.

¡Hola! Sean bienvenidos a esta historia que me acabo de inventar en una noche.

No estoy realmente segura de cuál sea el rumbo que esto tome, y estoy teniendo un déjà vu porque la última vez que escribí un prólogo de joda, terminé escribiendo un juicio e investigando la sentencia por violencia intrafamiliar e intento de homicidio (?

De todos modos, veamos hasta donde podemos llegar. Y si no la concluyo, pues ya ni modo.

Muchas gracias por pasar por aquí.

Espero tengan días maravillosos. ♡

Bradley | MaxleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora