– ¿Ves que bien estás? Pareces otra. Mírate en el espejo – dice Jimin a Mina.
– ¿El espejo...?
– El espejo, claro... Aquí. Mírate. ¿No habías visto nunca un espejo?
– Tan grande, no. Es como un pedazo de agua quieta.
– No le pases la mano, que lo empañas – prohíbe Bautista, el criado–. ¡Habrase visto la salvaje...!
– Déjala en paz. Papá dijo que no la molestara nadie.
– ¿Y quién la está molestando? ¿Qué más quiere ella? – Mina ha retrocedido un paso para mirarse de pies a cabeza en el espejo que tiene delante. Es, efectivamente, como un gran trozo de agua quieta que le devuelve entera su imagen... una imagen en la que parece otra, aunque es la primera vez, en los doce años de su vida, que puede contemplarse como ahora lo está haciendo. Hay un gran asombro de si misma en la oscura mirada. Aunque tiene la misma edad que Myoui Jimin, es bastante más alta; su cuerpo, delgado y fiero, tiene agilidad de felina; sus manos son largas y fuertes, casi como las de un joven; su frente es amplia y altanera, y sus ondulados cabellos negros, ahora peinados hacia atrás, la dejan libre, dándole un vago parecido con el señor de Campo Real; la nariz es recta; la boca, firme y apretada en gesto amargo, que haría demasiado duro aquel rostro infantil sin los grandes ojos verdes aterciopelados... aquellos admirables ojos italianos, iguales a los de Sakura Min, pero con el color de aquel hombre que la había traído a esta casa.
– Ahora, ven para que te vean papá y mamá.
– ¿Con el señor...? ¿Con la señora...?
– ¡Pues claro! El señor y la señora son papá y mamá.
– Para ti, pero no para ésta – Interviene Bautista, despectivo–. Yo creo que no debes llevarla al salón.
–¿Por qué no? Papá me dijo que tenía que enseñarle toda la casa, mis libros, mis cuadernos, mis trabajos de pintar, mi mandolina y mi piano.
– Enséñale todo lo que gustes, mas si no quieres disgustar a la señora, no la lleves al salón, ni a su cuarto, ni a donde ella pueda mirarle. ¿Entendiste? Y tú, entiéndelo también: si quieres quedarte en esta casa, no te pongas por delante a la señora.
(...)
Solo, en aquella aislada habitación que es a la vez biblioteca y despacho, Akita Myoui ha vuelto a leer la carta que hundiera, arrugada, en sus bolsillos. La ha leído lentamente, desmenuzándola, deteniéndose en cada palabra, tratando de penetrar hasta el fondo cada una de sus frases. Después va hacia la pared central y, apartando unos libros, busca en el fondo de un estante la puerta disimulada de una pequeña caja de hierro, y arroja allí el papel, como si le quemara las manos.
– ¡Eh! ¿Quién anda ahí? – indaga al oír cerrarse, cautelosamente, una puerta.
– Yo, papá.
– Jimin, ¿Qué haces escondiéndote en mi despacho?
– No estaba escondiéndome, papá. Entraba para darte las buenas noches...
– En todo el día no había vuelto a verte. ¿Dónde estabas?
– Con Mina...
– Podías haberte acercado con Mina. ¿Cómo le quedó, por fin, tu camisa y el vestido de tu madre?
– Como hecha para ella. A mí me quedaba grande, muy grande. Lo que no le sirvieron fueron los zapatos de mi madre. Se lo mandé decir a mamá con Bautista, mas ella dijo que no importaba que estuviera descalza. Pero eso es feo, ¿verdad?
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Corazón Salvaje | Michaeng
Roman d'amour«Con repentina emoción, Mina ha apoyado la mano en el hombro de Colibrí, señalando después cuanto la vista abarca: la playuela desierta, las montañas lejanas, las enormes rocas oscuras amontonadas sobre la costa como cuerpos de gigantes venados, el...