CAPÍTULO DIEZ

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No podía dejar de pensar en Luke y sus hijos.

Lo intentó, por supuesto que lo hizo; ocupaba su tiempo entrenando, leyendo, volando en Vhagar y en algunas ocasiones asistiendo al consejo de su hermano para escuchar las estrategias que los señores tenían para alcanzar a Rhaenyra quedándose completamente en silencio, pero burlándose de ellos en su cabeza. ¿En verdad creían poder pasar por encima de Daemon? ¿Por encima de los dragones? A diferencia de cualquiera de ellos e incluso el mismo, el príncipe canalla era un jinete experimentado, había estado en guerras y conquistado los peldaños de piedra, Rhaenys era una anciana de temer, su pericia a la hora de volar era más que conocida por ellos y, aunque Rhaenyra y Syrax no estuvieran en su mejor momento, su hermana mayor había montado esa bestia desde que tenía siete años.

Nadie podía compararse a esos tres Targaryen, Aegon a veces no podía ni sostenerse en pie por la borrachera, Daeron eran prácticamente un niño, osado y tonto, que creía poder con Daemon en una danza de dragones en el cielo y él no pensaba meterse; todos ellos, incluyendo a su madre, le había dejado más que claro, luego de llegar de Rocadragón, que no era bien recibido.

Él no sería carne de cañón para sus propósitos, no después de haberse ofrecido de buena voluntad a casarse con una mujer desagradable en más de un aspecto y, aun así, a pesar de haberles dicho que sería asesinado sólo fuera recibido con desprecio.

Dejó la sala del consejo en silencio como había llegado y se dirigió a sus aposentos luego de una breve visita a Helaena para desearle buenos sueños, últimamente su hermana era más silenciosa que de costumbre, quedándose sumida en las llamas de la chimenea mientras arrullaba a Maelor que, en ese momento, rozaba la luna de nacido.

A pesar de su cansancio físico y mental no pudo conciliar el sueño profundamente, a su mente venía el rostro pálido de su sobrino durante los dos días que estuvo el Bastión de Tormentas y también el dolor evidente en él durante su parto, su cerebro le jugaba sucio cuando veía sus propias manos ensangrentadas y en ellas un cuchillo con el cual había abierto a Lucerys en canal dentro de su sueño, escuchando los gritos de Jaerys y el llanto descarnado de Rhaenar.

Eran atroces, cada pesadilla era atroz y sangrienta y eso sólo lo hacía levantarse sudoroso y tembloroso a pesar de saber que no lo había hecho, que había logrado traer a este mundo a Rhaenar sin matar a su padre y que en ese momento Lucerys dormía cómodo y seguramente en su hogar ancestral sin siquiera pensar en él, simplemente disfrutando de ver a sus hijos crecer día con día y recuperándose lentamente de todo lo que había sufrido en el castillo Baratheon.

Se quedó mirando al techo una incontable cantidad de minutos hasta que el sueño lo arrastró de nuevo a su mundo inquieto y perturbador, sólo para ser despertado cuando su instinto se activó y le dijo que algo o alguien se había adentrado en su habitación.

Sin abrir su ojo deslizó su mano debajo de su almohada para tomar el puñal que allí descansaba y esperar al idiota que se había atrevido a entrar a su espacio privado con intenciones desconocidas.

Al sentir a su atacante cerca descorrió la manta que en ese momento lo cubría y estampó su cuerpo contra la pared colocando la daga en su cuello, dispuesto a cortarle la garganta sin siquiera preguntar, sólo para detenerse y soltar el arma con un estruendo cuando se dio cuenta que el intruso no era nadie más que su hermana.

—Helaena, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó alejándose de ella un par de pasos al ver la palidez en su rostro debido al ataque, sintiendo el remordimiento comenzar a brotar desde su interior al percatarse de que había alcanzado a cortar una pequeña porción de su cuello con el filo de la daga

La maldición de los dioses (Lucemond)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora