Pacto de sangre | Capitulo 4

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En el centro de Brooklyn existía un edificio de ladrillo rojo sin letreros visibles en una calle oscura. Dos guardias grandes siempre estaban vigilando la entrada. Ese lugar era conocido por la comunidad del crimen como la sede de tráfico de armas.

Para mantener el disfraz, el edificio parecía abandonado; no había luces visibles en el exterior ni en el interior. El agua goteaba constantemente en los rincones oscuros, creando charcos en el suelo desgastado. El techo mostraba signos de deterioro con numerosos paneles sueltos y algunos vidrios rotos dispersos por el suelo. El engaño del edificio se revelaba en los túneles ocultos entre las enormes hileras de cajas y basura apiladas en las paredes, donde ni las mismas ratas querían escabullirse. Era un lugar inteligentemente construido con pasadizos que llegaban hasta las afueras de la ciudad.

Augusto Blakeslee era un hombre frío, calculador y un maldito genio para los negocios; pero tenía un gran problema: creía que era el amo del mundo. Nada en Brooklyn se movía sin que él lo supiera. Esa noche, él debía haber estado en Francia conmemorando el nacimiento de su hija, pero al contrario de eso, su vista estaba presa en las ventanas de su oficina.

Pero no estaba solo, un hombre estaba junto a él. Era alto, con un traje a la medida bastante elegante y sofisticado. Su figura era atlética y expresiva, combinada con su voz profunda y serena.

—No puedes venir a casa sabiendo que ellos vienen tras de ti, es suicida —el humo de tabaco dejaba sombras frente al enfermeverde de la ventana, estaba frío como el invierno. Su cabeza se giró algunos grados hacia atrás, dejando el rastro de su cabellera negra a la vista.

—No lo haría en otras circunstancias, señor, pero... —interrumpió.

—Frankie —vociferó como una afirmación.

El menor asintió.

—Escóndelo, sáquelo de Nueva York por favor.

—¿Y qué vas a darle a cambio, Winston? —Augusto se giró lentamente, caminando hacia su escritorio y tomando asiento en su silla, por fin revelándole su rostro al hombre frente suyo.

—Lo que sea.

El pacto de sangre es más que un simple compromiso; es un juramento sagrado que trasciende la palabra hablada. Cuando dos asesinos profesionales desean sellar un acuerdo de vida o muerte, se lleva a cabo un ritual antiguo y solemnemente respetado. Con ceremoniosa precisión, Winston cortó el dedo pulgar de su mano izquierda, ofreciendo una gota de su propia sangre sobre un medallón especial, conocido como "marker". Ese medallón se convirtió en un testigo silencioso del compromiso asumido. La sangre derramada representaba una deuda de vida, un vínculo que obliga al portador del marker a cumplir cualquier petición que le sea solicitada en el futuro, sin importar lo extremo que pueda ser el favor requerido.

Para Augusto, aquello significaba un seguro de vida, uno que en otro momento del futuro le serviría.







—¡Jonathan! —exclamó Winston, levantándose de su silla para saludar al pelinegro. Una cálida sonrisa se asomó en sus labios.

Los jardines del Continental relucían bajo el brillante sol de julio; las hojas lucían un verde vibrante y el aroma de la naturaleza y el café impregnaba el ambiente. El anciano estaba sentado en una mesa casi en el centro del jardín, rodeado de silencio.

—Pensé que eras de los que duermen hasta tarde —bromeó John, tomando asiento frente a él.

Winston sonrió.

—Existe un viejo proverbio religioso que dice "Al que madruga, Dios lo ayuda".

La relación entre ellos podría llamarse amistad, pero tal vez estaba a medio camino. Podrían ser dos completos extraños en una situación de vida o muerte, aunque Jonathan nunca lo permitiría. Digamos que es más una sociedad donde ambos disfrutan la compañía del otro, hasta que afecta los negocios.

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