Capítulo 3: Principado

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Era consciente de que mis acciones eran inútiles frente a los mandatos del venerado gran sacerdote. Aún resuena en mi memoria la primera vez que lo contemplé... Nos adentrábamos en una imponente catedral, cuyos cristales azules adornaban su fachada nívea, resplandeciendo bajo el sol como gemas incrustadas en un manto celestial. La estructura se alzaba majestuosa, rozando las nubes con su cúspide, rodeada por un jardín encantado donde flores de mil colores danzaban al viento.

Los marcos de las ventanas, pintados de un negro profundo, contrastaban con la blancura del edificio, que parecía haber sido esculpido en un único bloque de ladrillo. Para acceder a su interior, se debía recorrer un sendero empedrado, un camino de reflexión que conducía a una gran puerta. Esta, un arcoíris de cristales —rojos, amarillos, verdes, azules— se abría generosamente, invitando a todos a entrar, su apertura resonando en el silencio sacro de la iglesia.

El pasillo, un espejo de mármol pulido, estaba flanqueado por sillas de madera tallada, testigos mudos de innumerables plegarias y confesiones. Al final, unas escaleras ascendían hacia el altar, un santuario dedicado a la fe cristiana, custodiado por estatuas que parecían susurrar historias de devoción eterna.

La mesa del altar, un relicario de oro y plata, estaba adornada con copas de vino que capturaban la luz de las velas titilantes. Un gran mantel blanco, inmaculado como la esperanza, portaba una banda morada con ribetes dorados, símbolo de la solemnidad y el sacrificio del clero. Era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, y cada piedra, cada vidrio, cada vela, contaba una parte de la historia sagrada que se entrelazaba con la mía.

Mi padre, una figura imponente y serena, caminaba a mi lado. Vestía con distinción: una camisa elegante que se ajustaba a su porte, sobre la cual reposaba una chaqueta de cuero negra, pulida y suave al tacto. Su sombrero, también negro, estaba adornado con una línea blanca que lo circundaba, un detalle que hablaba de su gusto refinado. Sus cabellos, largos y ondulados, tenían el color de la tierra húmeda, y su piel, morena y curtida por los años, llevaba las marcas del tiempo con orgullo.

En su rostro, los ojos negros brillaban con una sabiduría tranquila, y su nariz y mandíbula perfiladas le conferían un aire de resolución inquebrantable. Calzaba botas negras que resonaban con autoridad en cada paso, marcando nuestro ritmo acelerado hacia la catedral. Me llevaba de la mano, su agarre firme y seguro, mientras en la otra sostenía un maletín.

Juntos, avanzábamos, nuestros pasos sincronizados creando un eco que se mezclaba con los murmullos de la catedral, como si la propia estructura nos recibiera en su seno con una bienvenida silenciosa pero palpable.

—Kazuki— llamó el gran sacerdote, su voz resonando con autoridad desde detrás de los muros del altar.

—Es un honor tenerlo aquí, gran sacerdote— dijo mi padre, su tono lleno de deferencia y respeto.

—Así que esta es tu hija. Es la viva imagen de su madre— comentó el gran sacerdote, una nota de sorpresa suavizando sus palabras.

—He venido porque no tengo a nadie más en quien confiarla. Debo emprender una misión más allá de nuestras fronteras y desconozco el día de mi retorno— explicó mi padre, su voz cargada de una urgencia contenida.

—Kazuki, tu hija aún no posee la experiencia necesaria para asumir las responsabilidades del gremio— señaló el gran sacerdote, su tono era firme pero no carente de compasión.

—Aunque joven, tengo la certeza de que se convertirá en una cazadora de demonios excepcional dentro del gremio cristiano, gran sacerdote— proclamó mi padre, su confianza en mí era inquebrantable.

—Muy bien, en consideración a tu lealtad y a tus invaluables contribuciones al gremio, te concederé este favor— accedió el gran sacerdote, su decisión era un eco de su respeto por mi padre.

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⏰ Última actualización: Jul 05 ⏰

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Valeria: Demon HunterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora