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La noche avanzaba y el sueño me eludía. Los pensamientos sobre Sor Dalis llenaban mi mente, su imagen se imponía en cada rincón de mi consciencia, convirtiendo el descanso en una imposibilidad.

La necesidad de liberarme de aquella obsesión crecía, pulsando en mi interior con una fuerza irrefrenable.

Cuando las puertas de la iglesia finalmente se cerraron y el monasterio se sumió en el silencio, decidí que no podía seguir así. Me vestí con discreción y salí del recinto, caminando rápidamente hacia el prostíbulo donde sabía que encontraría alivio.

Al llegar, busqué a Lucía, la prostituta que solía atenderme, pero la vi ocupada con otro hombre. Mi frustración aumentó hasta que mis ojos se cruzaron con Fernanda, otra de las mujeres que trabajaban allí.

—Padre, perdone mis pecados. Necesito una confesión más personal —me dijo Fernanda con una sonrisa insinuante.Comprendí de inmediato su propuesta.

Asentí y la seguí hasta una habitación apartada. Cerramos la puerta y la tensión entre nosotros se palpaba en el aire.

Fernanda se despojó de su ropa lentamente, dejando al descubierto su cuerpo, y se acercó a mí con una mezcla de devoción y deseo.Nuestros cuerpos se encontraron en una unión intensa y apasionada.

La urgencia de nuestros movimientos reflejaba la desesperación que ambos sentíamos. Fernanda era una experta en el arte de la seducción, y yo me dejé llevar por el momento, tratando de ahogar mis pensamientos sobre Sor Dalis en aquel intercambio carnal.Mis manos recorrieron su piel caliente, sintiendo cada curva, cada estremecimiento.

La tomé con fuerza, susurrándole al oído, mientras ella respondía con gemidos suaves que llenaban la habitación.

Mis labios encontraron los suyos, y el beso se tornó voraz, desesperado.Fernanda me empujó hacia la cama, y yo la seguí, perdiéndonos en el frenesí de nuestros deseos. Sus manos se movían con maestría, desabrochando mi ropa con rapidez, mientras yo me deleitaba en la sensación de su piel contra la mía.

La cama crujió bajo nuestro peso, y el mundo exterior dejó de existir.Me adentré en ella, sintiendo el calor y la humedad que nos unían en un acto de pura lujuria.

Cada movimiento, cada embestida era una liberación momentánea, una forma de escapar de mis pensamientos y deseos más oscuros. Fernanda arqueaba su espalda, sus manos aferrándose a las sábanas, mientras sus gemidos se volvían más intensos.

—Más, padre... no pare —susurró entre jadeos, sus ojos brillando con una mezcla de placer y necesidad.La habitación se llenó del sonido de nuestros cuerpos encontrándose, del susurro de palabras entrecortadas, del crujir de la cama bajo nuestro fervor. Mi mente se despejaba momentáneamente, enfocada solo en el presente, en el placer que nos envolvía.Finalmente, alcanzamos el clímax juntos, nuestros cuerpos temblando en una sinfonía de liberación.

Nos quedamos allí, respirando pesadamente, tratando de recuperar el aliento y la compostura.

Me aparté suavemente y me vestí, sintiendo el peso de la realidad regresar con fuerza.Miré la hora y supe que debía irme. Me incliné hacia Fernanda, que aún estaba tendida en la cama, y le di un último beso en la frente antes de salir de la habitación.

El aire frío de la noche me golpeó al salir al exterior, pero el alivio momentáneo que había sentido ya comenzaba a desvanecerse.Caminaba de regreso al monasterio cuando un hombre surgió de las sombras, bloqueando mi camino. Su intención era clara: quería robarme. Sentí un destello de rabia y frustración al ver su amenaza.

—Dame todo lo que tengas —gruñó, apuntándome con un cuchillo.Algo dentro de mí se rompió. Sin pensar, me lancé sobre él.

Una lucha violenta y desesperada se desató. El cuchillo brilló bajo la luz de la luna, y en un instante de furia y autodefensa, logré arrebatarle el arma. En el forcejeo, el cuchillo se hundió en su carne.El hombre cayó al suelo, sus ojos abiertos en una mezcla de sorpresa y agonía. Respiraba con dificultad, la vida escapando de su cuerpo a cada segundo.

Los Pecados de un Sacerdote©® ACTUALIZANDO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora