Prólogo

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Parece coincidencia que, justo el día de la noticia, el cielo se nublara y comenzara a llover. Si tuviera la mente metida en temas más místicos, pensaría que el cielo siente el mismo dolor que apenas pude demostrar cuando comenzó el sepelio.

No todos asistieron, como era de esperarse, visto y considerando que tan divisivos y conflictivos somos, aunque la presencia de otros no ayudó a que fuera más llevadero.

Lo cierto es que la pérdida de un ser amado como la abuela Fran no trajo nada bueno.

Eso no significa que hayamos sufrido por su anunciada partida.

Llevó tres días entubada en el hospital tras un colapso, mi madre esperó y se desveló esperando noticias, aunque mirando su estado de salud sabía que lo inevitable iba a ocurrir, así que sólo pudo dirigir sus mejores pensamientos como si quisiera comunicarse con ella telepáticamente.

Y entonces sucedió...

Apenas recuerdo la primera reacción que tuve cuando escuché la palabra "fallecer", pero no estaba seguro de que fuera auténtico, como si tanto desinterés por los otros me hubiese dejado vacío. Y ahí estaba, de pie frente al ataúd con mi madre llorando sobre mi hombro, los demás familiares acercándose para abrazarme y dirigirme palabras de consolación que no hicieron eco en mi corazón de piedra.

«Si me oyes, abuela. Lo lamento», pensé con una genuina fibra de culpa. «Ojalá fuera capaz de llorar, pero no siento nada... no siento nada».

Quizás sea mejor así. Ella habría sido igual. Sólo me queda recordarla.

Y sí, todavía puedo recordar cada una de las anécdotas que compartió conmigo, desde su infancia difícil hasta su enrevesada etapa adulta: creció en un ambiente conflictivo y paupérrimo donde el único tacto que conoció de sus padres eran las de un látigo improvisado para reprender cualquier acción inocente sin una pizca de malicia, algo de lo que no pudo escapar años más tarde por su abusivo esposo.

Incluso cuando la vida la golpeaba, no se rendía. Todavía buscaba la forma de vivir, pero de una forma que nadie le dijera como hacerlo.

Afrontaba los dilemas con tanta insistencia hasta que eligió dejarlos atrás y concentrarse en su propia paz, algo que no dudé en seguir porque tenía los mismos problemas, propios de un niño con una familia tan conflictiva.

Incluso evitando los conflictos, era muy querida por los más inocentes.

Le gustaba la música, y se inspiraba a través de ese arte para encontrar mejores formas de pensar acerca de los retos que la vida pone y como eliges afrontarlos.

Dicen que el arte también es una forma de reflexión.

Tenían razón.

En mí no tan corta vida entendí algo que mi abuela apenas comprendió hasta la adultez, una verdad tan poco sonada y que no me quiso ocultar como si quisiera advertirme de la mayor falsedad en este mundo, para que en un futuro vea las señales: las personas son horribles. Nadie está exento, ni siquiera la propia familia.

Fue por eso que decidió escapar a la realidad, de ese modo de vida impuesto, y yo quise acompañarla.

Esta decisión me hizo mantener distancia. No tengo ningún interés en los demás, y puede que por eso nadie se interesa en mí.

Sería lo mejor.

Pasaron tres meses. La vida continua.

Me levanto como cualquier mañana entre semana para ir a la escuela; me aseo, desayuno, y me alisto para salir hacia la parada del camión.

—Ten mucho cuidado, cariño.

—Gracias. Igualmente, mamá.

Mi madre parece reponer más energías de las que pierde. Trabaja días completos en una oficina de contaduría, y tanta dedicación a ello la llevó a desgastarse, no tanto como para verse machacada. Es la carga que una madre soltera debe afrontar, teniendo en cuenta la separación del esposo abusivo y el que su hija mayor haya decidido irse lejos.

Dejar el mundo atrásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora