Breve semblanza de la equitación y el polo

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La relación humano-caballo se remonta a miles de años antes de los procesos de doma y domesticación. Ya en las cuevas, los artistas paleolíticos los plasmaban en pinturas naturistas realizando diferentes actividades, como pastando, peleando o huyendo. La alta sobrerrepresentación en las obras rupestres de sititos tan importantes como Lascaux y Altamira parece indicar que estos equinos jugaban un papel importante en las culturas de los primeros pobladores de Europa, no solo en términos culinarios, sino también religiosos y simbólicos, sobre todo si lo contrastamos como la poca presencia de otros animales igual o más emblemáticos de la Edad de Hielo, como mamuts, leones, uros, ciervos y rinocerontes.

Con la paulatina sedentarización o pastorilización de los grupos nómades, la domesticación de los equinos comenzó, con fechas que se remontan hasta hace aproximadamente unos cinco mil años atrás en África (los asnos) y Asia Central (los caballos). Los primeros usos de estos animales fueron meramente alimenticios, sacándoles provecho en carne, cuero y leche; no obstante, nuestros ancestros no tardaron en ver el amplio abanico de ventajas que estos ofrecían a sus comunidades: fuerza bruta para el arado, el transporte de mercancías y el movimiento de personas a través de largas distancias. Así, en Eurasia, de pequeñas localidades cuyos mundos no iban más allá de unos cantos kilómetros a la redonda, las civilizaciones humanas pasaron a construir verdaderos estados a lo largo y ancho de sus regiones gracias al poder de los carros de guerra, la caballería y los mensajeros a galope. Para el primer milenio antes de Cristo, las sociedades hípicas terminaron por imponerse sobre las demás, siendo aventajas quizá únicamente por las marítimas y poseedoras de grandes flotas. El caballo los llevaba a todos lados, moviendo productos y tributos de un lado a otro con mayor velocidad y eficacia, pero también desplazando tropas para conquistar y someter a pueblos vecinos o sofocar revueltas incipientes. La superioridad del caballo en la guerra no solo se podía ver en la estrategia, sino también en la táctica: el poder que estas bestias ejercían en el campo de batalla se traducía en cargas descomunales de catafractos pesados armados con lanzas y espadas, cuya sola visión era suficiente para poner a quien sea pies en polvorosa y podía desbaratar unidades enteras de infantería; o en escaramuzadores montados, que se acercaban suficiente a formaciones rígidas y más pesadas que ellos para rociarlos con flechas, balas, saetas y jabalinas para posteriormente simular una retirada y atraer a sus adversarios a una emboscada. El caballo también estuvo al frente de las grandes expediciones por el globo y conquistas de tierras ignotas, como Siberia, Australia, Sudáfrica y el Nuevo Mundo, donde rápidamente se adaptaron a los espacios abiertos y al estilo de vida nómada de comanches y tehuelches. Pese a que surgían nuevas tecnologías para hacer frente a la amenaza que representaban -como lanzas, picas, alabardas, estacas o arcabuces-, la caballería dominó y muchas veces determinó los conflictos alrededor del orbe y obligó a adaptar el arte de la guerra a ella, al mismo tiempo que no dejaba de adaptarse y reinventarse a sí misma (por siglos, la bayoneta se tuvo que añadir a fusiles y mosquetes no solo para hacerle frente al infante contrario, sino a los dragones, húsares y coraceros que amenazaban con embestir y cargar). Fue solo con la aparición de las armas de fuego semiautomáticas y de repetición lo que terminó con la tiranía del caballo y el caballero, allá por inicios del siglo pasado, durante las Guerras de los Balcanes y la Primera Guerra Mundial.

En todas esas edades, existieron sin fin de pueblos ecuestres que dominaron el arte del jineteo y la monta: celtas, túrquicos, númidas, macedonios, escitas, íberos, mongoles, germanos, lakotas, mapuches... los caballos les dieron a todas esas culturas el poder y un lugar en los anales de la historia. Entre estos pueblos ecuestres, destacan aquellos de origen iranio que poblaron la región de Persia y sus confines: los medos, los aqueménidas, los partos, los sasánidas y los safávidas. Estos pueblos fueron poseedores de una de las tradiciones hípicas más antiguas y disciplinadas del mundo, siendo uno de los primeros imperios que construir caminos reales para conectar todos sus dominios y en depender casi exclusivamente de su caballería para controlarlos. La guerra fue parte importante de estas tradiciones, que se forjaron a través de la espada y el arco; sin embargo, los tiempos de paz, aunque pocos, fueron una ventana de oportunidad para desarrollar nuevas habilidades y perfeccionar las viejas. Así, en los cuarteles reales de Persépolis y Susa, se creó el polo.

El polo es un deporte de corte militar, útil para mantener a jinetes y caballos en forma para el combate. Su práctica llevo a la caballería irania a ser una de las mejores del mundo y a exportar el dichoso deporte a otras partes del mundo, como China e India, donde se estableció con fuerza. Más tarde y a partir de las expansiones coloniales europeas a partir del siglo XV, los ingleses, quienes pasaron a dominar extensas zonas de Asia, lo llevaron a todas las cortes de Europa y convirtieron a Gran Bretaña en su capital deportiva, para después llevarlo a cada rincón de su imperio, como Nueva Zelanda, Australia, Sudáfrica Canadá y Estados Unidos, insertándolo entre las clases gobernantes regionales y desarrollándose de manera independiente.

El deporte también llegó a Argentina a través de los barcos cargados de trabajadores irlandeses y de magnates ingleses que iban a establecer sus minerías y ranchos en la recién independiente Patagonia. Ahí, en los espacios abiertos y pastizales, rápidamente se formó una de las tradiciones polistas (y ecuestres en general) más importantes de Edad Contemporánea. Desde los gauchos hasta los latifundistas, el polo se convirtió en un pilar dentro de las tradiciones argentas; al menos entre las comunidades rurales y de élite, llegando a producir no solo a los mejores jinetes, sino también los mejores caballos, entrenadores y caballerangos dentro del deporte, importando toda clase de productos de cuero y pienso.

El polo también llegó a México donde, a diferencia de Estados Unidos o Argentina, no caló ampliamente en las sociedades de élite, pero sí logró afianzarse entre un grupo selecto de aficionados que empezaron a desarrollar técnicas y estilos propios del territorio. Así, se fundaron varios clubes y espacios de esparcimiento en ciudades como Jalisco, Querétaro o Valle de Bravo; en la Ciudad de México, se inauguró el Campo Marte, administrado por militares. Pero es el Club

Rancho Azul en Tecámac, Estado de México, con sus tres canchas profesionales en su interior, pistas de salto y calentamiento, así como dos indoors para entrenar y arrendar y decenas de casas habitación, el centro polista más importante del país. Es ahí donde se ha forjado el polo mexicano. De los 50's hasta los 90's, de hecho, la línea mexicana dentro del deporte ecuestre fue la dominante, con jugadores superestrella como los hermanos Gracida y con campeonatos como el Abierto de Palermo, el U.S. Open y el Mundial de Polo ganados de forma consecutiva. Pero quizás debido a la mala visión, a una poco sana competencia interna o quizás mala suerte, la hegemonía fue traspasada finalmente a los argentinos y estadounidenses, que jugaron mejor sus cartas y se apropiaron del deporte, no solo dentro de la cancha y el partido, sino fuera, en los mercados y caballerizas.

El polo: un drama social del deporte y las élitesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora