El polo es un deporte; esto se lee redundante, pero es necesario aclarar para definir que no es un conflicto en términos convencionales: es un encuentro planeado y acordado entre sus participantes. No es algo espontáneo ni accidental. Puede que simule una batalla, pero además de poseer grados altos de tensión, emoción y adrenalina, no sobrepasa mucho más allá del control de los árbitros y jueces. Aun así, y como toda acción comunitaria, el drama social aparece a medida que se va desarrollando. De manera sutil (aunque en ocasiones no tanto) el partido refleja un proceso de brecha, crisis, reparación y reintegración (podría decirse que siempre termina en reintegración con casos muy excepcionales en lo que no me adentraré) que, aunque a veces se entremezclen, pueden ser ubicados y descritos.Brecha
Tratemos de situarnos en una cancha de polo a pocos minutos de que empiece el partido; puede que sea un entrenamiento, un partido amistoso o un torneo; la atención es la misma: todos están inmersos en lo que acontece; y algo nerviosos. Hasta los espectadores menos interesados miran con fijación la cancha y los jinetes. Todos los caballerangos en cada palenque se mueven de aquí para allá, con las manos libres para cualquier cosa urgente que se llegue a requerir. Ajustan las sillas de sus jugadores y los lanzan hacia la cancha, donde se reúnen los dos equipos: los azules y los rojos.
Un jinete solitario, de camisa verde chillón y sin mazo alguno en la mano, cruza a la carrera el pasto y llega al marcador, donde los camperos esperan a tocar la campana y lanzar la bola. Ese es el réferi. Ellos generalmente vienen de la USPA (Asociación de Polo de los Estados Unidos por sus siglas en inglés), que es la que certifica a los jugadores para que puedan jugar y generalmente está presente en todos los partidos para que checar que las jugadas sean limpias y que todo el torneo se desenvuelva en un ambiente amigable. Un símbolo de la justicia y la imparcialidad.
De repente, la campana de media cancha empieza a repicar. Los jinetes acicatean a sus corceles para tomar primero posesión de la bola; ahora están en un campo de batalla donde probarán cual e los dos equipos es mejor que otro. Un estruendoso aplauso se escucha dese la tribuna para después dar paso a un silencio descomunal. El partido ha comenzado.
Crisis
No tarda en suceder toda la acción y los equipos empiezan a meter goles. Los caballerangos miran con detenimiento al partido, enfocados en sus respectivos jinetes, expectantes a cualquier cosa que pueda suceder... y sucede. Por ahí del tercer chukker, el mazo se le rompe al jugador azul número 3 y rápidamente sale uno de sus caballerangos a recogerlo y darle uno nuevo; no se puede desperdiciar tiempo. Con cada cambio de chukker, el número 3 va de un caballo a otro; uno sale y otro regresa a los palenques, jadeante y aún excitado, donde se le despoja de todas sus cosas para pasárselas al siguiente. Falta cinta para trenzar la cola, así que mandan a otro empleado a por más a su casa. El juego tiene a todos tensos, nerviosos. A medida que la competencia se alarga, el tono y los roces aumentan.
- "¿Sí me has estado trabajando a esta yegua, Rafa? ¡La siento muy tiesa! Tarda en dar las vueltas.
- "¡Sí, patrón! Toda la semana le estuve dando con El Chino en el picadero."
- "Hay que checarlo después porque no me está dando."
Y vuelve a la cancha, mientras Rafa piensa maldiciones en voz alta.
Suena el cuarto campanazo y la bola está al aire. Rápidamente, los azules toman la delantera y sin mucho tiempo que perder, adelantan metros de la cancha en cuestión de minutos, infiltran la pelota entre las patas de los corceles y meten el tercer gol. La tribuna estalla. Los rojos apenas y se recomponen del shock inicial. El réferi toca el silbato y vuelve a reunir a todos en el centro del campo. Se reanuda el partido, pero esta vez con los rojos a la ofensiva. Un pase por aquí, otro por allá; la carga de un contrincante azul, feroz y decidido, les hace fallar un tiro y terminan retrocediendo todo lo que habían logrado avanzar. La remontada azul finaliza con un segundo gol incrustado más allá de la portería colorada.
El partido se está convirtiendo en una verdadera masacre. Los azules están aplastando a sus adversarios sin recibir un solo gol (aunque hay tiros de los rojos que casi lo logran). Desde el punto de vista técnico y objetivo, para mitad del encuentro, este se está volviendo aburrido; quizás predecible.
Los jinetes se gritan unos a otros, se vitorean o se insultan levemente; algunos regañan a miembros de su propio equipo. Otros maldicen al aire con cada gol o cada tiro fallido. Con cada campanazo vuelven frenéticos al igual que agotados a cambiar de caballos y a bañarse con sus termos (más que tomar de ellos).
Es sin duda impresionante la forma en la que juegan; la peligrosidad de sus movimientos y la fuerza de sus piernas: en todo momento van parados sobre los estribos al mismo tiempo que aprietan sus pantorrillas contra la silla, pues es ahí donde se agarran del caballo, no tanto de las riendas. En más de una ocasión, la bola llegó a golpear los torsos de los caballos y las piernas de los jugadores, pero estos ni se inmutaron (a pesar de ser pelotas duras y rellenas); probablemente por el estado de éxtasis y adrenalina en el que se encuentran. En plenos combates (porque son eso: combates deportivos; lo más cercano que uno puede estar de presenciar una batalla de caballería), los jinetes y sus corceles pueden alcanzar velocidades de hasta 50 kilómetros por hora, después frenar casi en seco, dar giros de cuerpo completo de 180 grados y volver a lanzarse a la carrera; todo en menos de diez segundos. Cada polista usa su peso y el de su montura para dominar el espacio y arrebatarle a quien sea del equipo contrario que posea la bola del juego. Así, cargan y chocan unos contra otros sin que nadie salga verdaderamente lastimado.
A veces los mazos se enredan y el réferi marca falta. También marca falta por otras infracciones. Da igual. La tensión entre los jugadores crece y los roces se vuelven más comunes. Los rojos nutren con su frustración descargada la soberbia de los índigos, pero no logran meter un solo gol.
Reparación
Un último campanazo indica el final del partido y la densidad del ambiente empieza a dispersarse, aunque no tan rápido como para evitar una que otra mentada de madre.
Los jugadores azules vuelven con sus caballerangos, jubilosos y cansados. El equipo ganador se reúne, rodeado de los espectadores que los llenan de aplausos y porras. Los coordinadores toman la palabra con un micrófono para nombrar a cada uno de sus miembros y a congratularlos públicamente. Se pueden otorgar medallas y, finalmente, se les entrega el gran trofeo del torneo, dando así, cierre al evento.
Así, se reconocen las habilidades y su valor como polistas (y no solo de los ganadores, sino el de todos los competidores). Pese a que uno u otro equipo haya perdido, los patrocinadores, el jurado y el publico vitorean a todos. El estatus quo se reestablece también: el equipo azul es ahora el nuevo mejor equipo del club... y todos lo reconocen, de la misma manera que aquellos que no juegan polo reconocen las habilidades de aquellos que sí.
Reintegración
La celebración empieza y todos se aproximan a abrazar y felicitar a los ganadores; hasta el equipo rojo se acerca a estrecharles la mano y a intercambiar sonrisas; incluso una que otra risa. Parece que las tensiones y roces se han quedado en el campo; ahora, solo queda celebrar el deporte y el fin de la batalla. Todos los jugadores han pasado por un breve proceso de transformación: han curtido un poquito más sus habilidades; también unos ahora son campeones, mientras que otros, perdedores; y así se mantendrá hasta el siguiente encuentro.
El drama social termina por consolidar aun mas a la comunidad polista de Tecámac y su posición como un club deportivo y competitivo, al como se tenía previsto y esperado (el símbolo principal del club son los propios partidos y, como dramas sociales que son, lo representan)
ESTÁS LEYENDO
El polo: un drama social del deporte y las élites
No FicciónBreve análisis del drama social en el deporte hípico polo.