04. el plan

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— Es que no entiendo qué problema tiene —se queja Juanjo, dejando la CocaCola que estaba bebiendo sobre la tumbona. Mantiene un ojo sobre Julen, que en ese momento está buceando en la piscina. Sabe que, a unos metros de ellos, Sofía toma el sol mientras mira TikTok—. ¿Le habré hecho algo sin darme cuenta?

— Lo dudo, amor. Si tú no haces daño ni a una mosca —lo anima Bea. Nota en su voz cierto cansancio, y de repente es demasiado consciente del rato que lleva hablando sobre su problema con el vasco—. Será un crío malcriado y lo paga contigo.

— O eso o le gustas y se trae un rollo pasivo-agresivo contigo —razona Álvaro con simpleza, causándole una carcajada exagerada ante la ridiculez de sus palabras.

Acaba ahí la conversación, dejando el resto de sus cavilaciones para sí mismo. Desde hace rato se repite en su mente el encuentro del menor con su amiga en el parque, en que había salido corriendo para envolverla en un cálido abrazo, ilusionado en exceso de volver a verla. También se recuerda cómo se despide de sus hermanos cada mañana antes de salir, con una dulzura que ablanda el corazón del maño.

Tiene flashes de él en algunos momentos puntuales de su vida, la mayoría triviales. Conversando con mujeres del pueblo. Acariciando el perro de la vecina. Actuando en las representaciones infantiles de la urbanización.

Siempre había creído que, si él y Martin nunca se habían hecho amigos, era porque no se había dado la casualidad de que coincidieran en el lugar adecuado para entablar una conversación. Jamás se le había pasado por la cabeza que, tal vez, el pequeño hacía activamente por evitarlo. No le gusta la idea, y menos incluso sabiendo que ahora tienen que convivir como parte de su nuevo trabajo.

Se pierde tanto en su mente que ni siquiera repara en la ausencia de su mejor amigo a su lado. Bea lo devuelve al presente, colocando una mano sobre su pierna.

— ¿Sigues dándole vueltas? —pregunta, con ese tacto que solo posee la madrileña.

— Es que no quiero que afecte a mi trabajo.

La chica se lo queda mirando un rato, analizando su expresión como si dudara que esa fuera la única razón de sus preocupaciones. Y Juanjo sabe que es así de transparente y que, de todas formas, su amiga es una experta en leer a través de su fachada. Simplemente agradece que no intente presionarlo, optando en su lugar por ser resolutiva.

— Tal vez le cueste abrirse de primeras con gente que no conoce, o tiene algún motivo para estar receloso de ti. Demuéstrale que eres alguien de fiar —sugiere.

— ¿Cómo? Si ni siquiera me habla, y siempre que estamos en el mismo sitio se escapa al minuto.

— Trabajas en su casa, ¿no? Algún momento habrá que lo pilles a solas.

(...)

Juanjo repasa el plan mientras desenreda el pelo de Sofía, que se planta delante suyo con el cepillo en mano y ojos de corderito. Realmente, su deber acaba ahí y, una vez la chica se acueste, es libre de volver a su apartamento –siempre con el móvil con sonido por si cualquiera de los chicos lo reclama, por lo que sea, con el contacto que les ha entregado. Pero, en su lugar, ha decidido quedarse en el salón para esperar al chico.

Mira el reloj que cuelga en la pared, indicando que ya son las once de la noche. No sabe a qué hora va a volver el vasco. Le da cierto pavor que acabe por no aparecer, pues no le sorprendería si decidiera ir a alguna discoteca del centro o quedarse a dormir con sus amigas. Y, aun si durmiera en casa, nada le asegura que fuese a acceder a su propuesta.

Salta cuando escucha el sonido de la puerta abriéndose. Son las once y media, y ya hace rato que Sofía ha desaparecido por la puerta de su habitación. Martin se encuentra a Juanjo sentado en el sofá, mirando un capítulo de alguna serie en la oscuridad. La imagen le provoca una gran espanto; primero por la intrusión y, después y con más fuerza, por el hecho de que el chico siga ahí a esa hora. Realmente confiaba en haberse alargado lo suficiente como para no tener que cruzárselo.

— ¿Ahora también duermes aquí? —Es todo lo que es capaz de decir cuando recupera el aliento.

— No, te estaba esperando.

Martin asiente lentamente y comienza a girarse, dispuesto a encerrarse en su cuarto una vez más. Juanjo, preso del pánico, se apresura a coger el plato que ha dejado estratégicamente en la mesa y lo levanta en su dirección.

— ¿Quieres? Son bollos de Casa Pilar.

El vasco casi responde que no por inercia, listo para perder al mayor de vista cuanto antes, pero sus palabras le llaman la atención demasiado como para negarse.

— Esa panadería cerró hace meses —le recuerda, y Juanjo no puede culparlo de su escepticismo.

— Lo sé, créeme. Yo trabajaba allí y ayudaba con la bollería. Aún me acuerdo de las recetas, y he hecho estos porque Julen me ha dicho que le gustan.

Lo que le había dicho Julen, en realidad, es que esos eran los favoritos de su hermano. Pero Martin no necesita conocer ese detalle insignificante.

El menor lo mira con recelo, como si aún desconfiara de él pese a su explicación. Duda durante un segundo, que a Juanjo le parece eterno. Pero, finalmente, se adentra en el salón y se acerca a él.

— ¿De qué son? —pregunta, con la mano levantada sobre las pastas.

— De mantequilla.

Eso es todo lo que necesita escuchar para coger uno y llevárselo a la boca. Lo saborea unos segundos, y el maño no puede contener una sonrisita llena de orgullo.

— Están buenos, ¿eh? —dice Juanjo, cogiendo otro bollo para él y dándole un bocado.

A Martin le da rabia la seguridad con la que lo dice, pero sabe que no se lo puede negar. Están iguales a los que les llevaba su padre para merendar y, después de convencerse de que no los volvería a probar nunca, saben incluso mejor de lo que recordaba. Pero no va a decirle eso al chico, por razones obvias.

Murmura un simple "bueno..." antes de sentarse, no sin un segundo bollo ya en mano. Mantiene una distancia prudencial, colocándose a consciencia en la otra punta del sofá. Sin embargo, Juanjo lo considera una victoria.

Pasan un momento en silencio, ambos chicos comiendo sin intercambiar ni una palabra. No es tan incómodo como había anticipado el mayor, pues Martin mira el móvil mientras devora los dulces y Juanjo se entretiene devolviendo parte de su atención al televisor.

Se sorprende en sobremanera cuando escucha la voz del vasco.

— ¿Qué estás viendo? —el maño aparta los ojos para mirar al pequeño, y lo encuentra con la vista clavada en la pantalla y el ceño levemente fruncido.

— La Mesías. Es una de mis series favoritas.

— Ah, ¿ya la habías visto? —pregunta. Juanjo se siente ridículo cuando se da cuenta de la ilusión que le provoca que Martin se involucre en la conversación.

— Sí. La he puesto para no quedarme dormido, la verdad —confiesa con una risa suave, regulando el tono para no molestar a Julen y Sofía—. ¿La conocías?

— Claro que la conocía —dice, como si fuera una pregunta absurda. Lo cierto es que eso no lo había planeado, pero se alegra de la casualidad—. No te pega.

Juanjo enarca una ceja.

— ¿Ah, no? ¿Y qué me pega?

— Yo qué sé —Reflexiona durante un par de minutos, buscando una respuesta apropiada, pero parece descartar todo lo que se le ocurre—. No sé.

— Bueno, ahora lo sabes.

Martin no añade nada más, y el maño piensa que el silencio pesa incluso más que antes. Siente la necesidad de decir algo, de recuperar el momento de tregua que se había formado durante unos minutos. Pero decide no forzar más la situación. Ya se siente afortunado de que no haya escapado con la bandeja de pastas bajo el brazo. El chico desaparece por el pasillo, y Juanjo le desea "buenas noches" en un susurro no correspondido.

porque aparecisteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora