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Ah, al fin llegaba.

Fueron algunas horas de viaje, no muchas, volver antes no hubiese sido tan complicado, aún así no lo hizo. Quizás fue la cobardía o la vergüenza de regresar luego de haberles gritado que prefería una vida en la ciudad antes que quedarse en el pueblo estancado como ellos.

Y se arrepentía tanto, tanto que aún estaba parado en la vereda a medio metro de su auto pero sin atreverse a avanzar.

Miraba la casa frente a él y ya no le parecía tan grande como cuando era chico, ya no sentía esa emoción por el árbol del patio trasero ni la casa parecía un castillo como en su infancia. De hecho, estaba bastante arruinada, con razón no se vendía.

Estaba lejos, pero aún así podía notar que las tejas del techo no estaban completas y que había algunas ventanas rotas. El jardín delantero, dónde pasó tanto tiempo arreglando las flores con su abuelo, sólo era tierra ahora, sin color.

La casa sin dudas era una perfecta demostración de lo que era su vida ahora.

Rota, sucia y dejada a su suerte.

—¿Jeonginnie? ¿Eres tú? —escuchó una voz muy conocida a su costado—, Oh, por Dios, si eres tú ¡Jihoon ven aquí! —gritaba la señora y a paso rápido -o lo más rápido que podía- se acercaba.

Tenía más arrugas, más canas y estaba más encorvada, pero Jeongin la reconocería a kilómetros.

—¡Hola señora Kang! —le dijo con una sonrisa. Podía no tener ni la más mínima energía para conversar con alguien, pero jamás le negaría una sonrisa y una charla a esa mujer.

—Estás tan grande, todo un señor mayor —dijo ella, emocionada—. Es tan lindo verte otra vez, pequeño Jeonginnie.

El apodo cariñoso, con el mismo amor que cuando era pequeño, le apretó el pecho. Aún después de tantos años, sólo esa presencia le traía recuerdos tan vívidos, como si fuese tan sólo ayer.

Le era tan sorprendente la forma en que trabajaba su memoria, porque juraba que hasta podía sentir en la punta de su lengua el sabor característico de la tarta de fresas que ella solía hacerle. Nunca supo qué le ponía, pero jamás, en ninguna pastelería de la gran ciudad, pudo probar algo igual.

—Es lindo estar de vuelta, y usted sigue exactamente igual —le respondió él, juguetón, ganándose un pequeño golpe en su brazo de la avergonzada mujer.

—Estoy vieja, Jeongin, no juegues y ven a darme un abrazo.

Hace tanto que no sentía un abrazo, ese calor familiar y cariñoso le parecía tan lejano, tan extraño. Aún así se acercó y la abrazó, tratando de mermar el nudo en su garganta, dejándose abrazar por esa mujer, volviendo a sentirse un niño.

—¡Jeonginnie! —escuchó a la distancia y se separó para saludarlo también con un abrazo. Le habían hecho tanta falta que ahora se sentía sediento de contacto, de amor, de familia.

—¿Qué haces por aquí? —le preguntó él, palmeando su hombro—. ¿Se vendió la casa al fin?

—Oh, no… vengo a vivir aquí.

Ambos lo miraron sorprendidos, porque era extraño, claro que lo era. Jeongin se había largado apenas tuvo la oportunidad y sólo había vuelto una que otra vez en los primeros años. Todos sabían que tenía una muy buena vida en la gran ciudad, entonces era irrisorio pensar que volvería a una ciudad pequeña, a una casa que no estaba en condiciones.

—Seguiré trabajando —añadió—, sólo que a distancia. Necesitaba un cambio de aires y no quería que la casa siguiera viniéndose abajo.

No era del todo cierto, pero no iba a llenar a esa feliz pareja con sus problemas.

Mr. Handyman                       [  hyunin  ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora