La Ofrenda

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Lara no sabía que su rutinaria vida daría un giro tan drástico. Siempre tomaba el mismo subte para llegar al trabajo y luego, para volver a su hogar.Le gustaba viajar sola y pensar en cosas mundanas, lo cual la llevaba a distraerse con facilidad. No le gustaba conversar. Siempre buscaba pasar desapercibida.

Pero aquel día, el universo conspiró para que ella fuese el centro de atención.

Estaba a mitad de camino a su casa, el subte se encontraba lleno como de costumbre, cuando descubrió a un hombre vestido de negro que la observaba. A Lara le molestó, si bien solía lidiar con acosadores, la mirada de aquel sujeto no era de deseo o de lujuria, sino un tanto tétrica.

La muchacha se levantó de su asiento para marcharse a otro vagón, pero al hacerlo notó, a través de las ventanas, que algo se arrastraba por las paredes oscuras de las vías.

Escuchó un ligero lamento y percibió pequeñas criaturas de brazos cortos y delgados que reptaban y desaparecían en una curva.

Asustada, gritó.

Todos la observaron. Algunos se levantaron de sus asientos para socorrerla. Lara explicó lo ocurrido y algunos se rieron.

Nadie le creyó.

‒Habrá sido un sueño ‒minimizó la mayoría.

El hombre de negro ya no estaba y nadie en el vagón lo había visto.

Luego de una noche auto-convenciéndose de que todo había sido fruto de una pesadilla, volvió a tomar el subte, para dirigirse al trabajo. Estaba sentada en un vagón solitario, cuando notó frente a ella, otra vez, al mismo sujeto.

Con temor, Lara, miró al interior de las vías subterráneas, pero encontró nada más que pasajes oscuros. Cuando volteó, el hombre de negro ya no estaba.

Sin poder concentrarse en el trabajo, decidió volver a su casa.Tomó el mismo subte, y a mitad de camino, el sujeto de negro apareció.

‒ ¿Quién sos? ‒lo increpó Lara.

El hombre misterioso no respondió, se levantó de su asiento y comenzó a correr dentro del tren; Lara lo siguió. El sujeto traspasaba a las personas, mientras que la joven las esquivaba. Finalmente, el hombre atravesó una ventana y desapareció.

Lara se quedó parada en medio del subte, desconcertada. Los chillidos llegaron a sus oídos; oyó arrastrarse a pequeñas criaturas y las vio trepar por las paredes. Eran bebés, niños, de siluetas negras, oscuros como carbón. Sus ojos brillaban y de sus bocas brotaba un funesto lamento.

Esa noche, Lara no pudo dormir. Soñó con el sujeto de negro: estaban en el mismo vagón y él le susurraba:

‒Seguime.

Ella lo persiguió hasta las vías, buscando algo en el oscuro túnel.

Al día siguiente Lara no bajó en la parada que la conducía a su trabajo, sino que lo hizo a mitad de camino. Donde, anteriormente, habían aparecido las pequeñas criaturas.

Allí, el hombre de negro esperaba sentado. Su apariencia era la de una sombra de un ser que alguna vez había sido humano. Lara se acercó y el extraño comenzó a caminar. Sin que nadie la viera, lo persiguió hasta descender del andén; luego corrió por las vías, hasta que el fantasma finalmente desapareció.

La vía estaba abandonada desde hacía algunos años, por eso, caminó sin miedo a que apareciera un tren, aunque sí guardaba el temor de encontrarse con las criaturas. Algo debía de haber allí abajo; algo que solo ella podía resolver. Después de todo, era la única que los había visto y escuchado.

Caminó durante horas en la más solemne oscuridad, hasta que, cansada, se sentó a descansar. No podía ver ni sus propias manos. El fantasma volvió a aparecer, esta vez, como una estela blanca que iluminaba las sombras. Lo volvió a seguir hasta que sintió náuseas por un inminente olor a putrefacción.

Dobló en una curva, y con sorpresa observó una parte del infierno en nuestro mundo. Una montaña de cuerpos, un túmulo de niños muertos, desmembrados, cubiertos de moscas y de sangre. Lara comenzó a marearse; la pestilencia nauseabunda.

Entre las vías, bajo la ciudad en la que había crecido, había una colección de cadáveres y frente a ésta, había una estatuilla de un dios profano, un dios espacial, formado por un ojo y por una suma de cientos de tentáculos. Folletos de una religión desconocida decoraban el suelo; en ellos se establecía el sacrificio: ¡una ofrenda de niños para calmar la sed del señor de una galaxia lejana!

De repente, el fantasma la poseyó. Le mostró todo tal cual había ocurrido, lo que él había presenciado y lo que no pudo evitar...

Él estaba pasando por un mal momento cuando saltó frente al tren. Murió, dejando el plano de los vivos. A partir de entonces, vagó como fantasma entre subtes y andenes hasta que encontró, en la vía más oscura a un grupo de niños y bebés, atados. A su alrededor una decena de personas con capuchas negras, la estatua de un demonio del espacio y un sujeto fornido, encapuchado como los demás, que comenzó a golpear a los niños con una maza, en medio de discursos banales.

Entre ellos, Lara distinguió al presidente. Horrorizada, volvió a la realidad. Debía ir a la policía, tenía pruebas: un grupo de pequeños cadáveres, los folletos y la estatuilla. Pero si el presidente estaba detrás, con seguridad, la policía también. Ahora entendía por qué habían dejado la vía sin arreglar.

Sin embargo, ¡algo tenía que hacer!

Corrió, alejándose de la escena del crimen. Estaba por llegar al andén cuando su zapato se atoró entre los rieles. Por más que forcejeó, no logró sacarlo. Y la desesperación aumentó cuando vio las luces del subte que tomaba todos los días; parecían los ojos de un animal hambriento.

El sonido del motor ahogó el grito de Lara y las esperanzas de los desdichados fantasmas.

Las criaturas reaparecieron, esta vez para guiar a la joven a un mundo menos cruel.


La ofrenda, 2014, 2019, Lo Ominoso, Editorial Thelema, Maximiliano Petazzi.

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