Capítulo 1: La caída del rey tirano

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El aire estaba cargado con el olor acre de la sangre y el humo de las flamantes antorchas que iluminaban los restos de la batalla.

El castillo, que alguna vez fue un símbolo imponente de poder, se erguía como un monumento sombrío a la tiranía derribada. Las paredes, ennegrecidas por las llamas, parecían llorar por los incontables crímenes que habían presenciado a lo largo de los años.

Desde lo alto de la torre más elevada, una gallarda figura emergió de las sombras, lenta y decidida. El hijo del rey tirano, el príncipe al que muchos dieron por muerto hace mucho tiempo atrás, avanzó hacia la explanada central con pasos firmes.

En una mano, sostenía la espada ensangrentada con la que había acabado con la vida de su padre; en la otra, la cabeza decapitada del rey, de la que aún goteaba sangre fresca. Cada gota que caía parecía resonar como un eco de la justicia que los inocentes al fin habían recibido. Se mezclaba con sus pasos lentos sobre el suelo hecho de piedra, dejando tras de sí una estela de carmín.

Los gritos de la batalla en el exterior se silenciaron repentinamente cuando los combatientes, tanto los leales al rey como los aliados del príncipe, se giraron para ver a Ragnar salir de las puertas destrozadas del castillo.

La luz de las antorchas brillaba en su rostro salpicado con la sangre de su progenitor, iluminando la resolución que se reflejaba en sus ojos. Su aparición fue como una ola que recorrió el campo, apaciguando las furias y llenando de incertidumbre a los soldados del tirano.

—¡El rey ha caído! —exclamó Ragnar, su voz profunda y resonante, llena de una fuerza que parecía provenir de las profundidades del abismo del que había regresado.

La proclamación fue seguida por un instante de silencio absoluto, como si el mundo mismo contuviera el aliento. Luego, la resistencia; sus aliados, aquellos que habían luchado durante años contra la opresión, estallaron en vítores.

Sus gritos de júbilo llenaron el aire, y muchos cayeron de rodillas, llorando de alivio y alegría. Habían perdido tanto, sacrificado tanto en los años que se vieron sometidos, y ahora, al fin, la pesadilla había terminado.

Los guardias que aún sostenían sus armas, aquellos que habían servido al tirano por miedo o por ambición, miraron al príncipe con temor. La cabeza de su rey, aún sangrante, era la prueba irrefutable de que su lealtad ya no les ofrecería protección. El peso de sus crímenes y traiciones parecía caer sobre ellos de golpe, aplastándolos bajo su propia culpa. Uno por uno, dejaron caer sus armas al suelo, el metal chocando contra las piedras en un clamor que resonó por el campo.

Algunos trataron de correr lejos, pero eran detenidos de prisa por las armas de los aliados de Ragnar; y otros, con sus rostros pálidos y temblorosos, se inclinaron ante el nuevo rey, no por respeto, sino por miedo a la misma espada que había acabado con su anterior amo.

Entre ellos, un hombre destacaba. El líder de la guardia; Rowan Blanske, un veterano de incontables batallas, con una mirada oscura y penetrante que había sembrado el terror en los corazones de aquellos que osaban desafiar al rey. Y también uno de los presentes el día que su padre decidió echarlo sin miramientos al Vórtice de Shadur para que muera a manos de las criaturas que ahí habitaban.

El rostro de Rowan estaba marcado por las cicatrices de una vida dedicada a la violencia y la crueldad desmedida. En sus manos corría la sangre de miles de personas y aclamaban por ser vengadas.

Ragnar recordaba muy bien la soberbia y la burla que había estado presente en aquel alfa esa fatídica noche. Imploró ante él por una ayuda que no llegó.

Ese hombre, que había sido la mano derecha del tirano, avanzó con pasos calculados hacia el príncipe. Su rostro mostraba una mezcla de temor y falsa humildad, mientras se inclinaba ante el nuevo soberano.

EL AMANTE DEL REY TIRANODonde viven las historias. Descúbrelo ahora