Capítulo 2. Voyeur

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Sam se despertó sobresaltada, sin saber dónde estaba. Tardó un momento en recomponerse y recordar que ese techo desconocido que tenía sobre ella era el de la habitación de invitados de la residencia de Jonathan Barrows. Se había quedado dormida de forma casi inmediata tras dejarse caer sobre la colcha.

Algo en ese hombre le resultaba inquietante. No sabía ponerle nombre a la sensación que percibía, pero le resultaba misterioso y, quién sabe, quizás incluso culpable de asesinato. Aunque los agentes de la estación de Captown ya le habían tachado de la lista de personas de interés, ella no estaba dispuesta a desprenderse tan rápidamente de la carta que llevaba su cara en la baraja de sospechosos.

Se incorporó lentamente hasta quedar sentada en el borde de la cama. En el exterior ya había oscurecido y por la ventana se colaba la blanquecina luz de la luna. Miró el reloj y comprobó que eran las dos de la madrugada. Sam se acercó a la ventana y abrió una rendija para permitir que una fina brisa se colara en el interior del cuarto, un agradable silbido que mecía con dulzura las translúcidas cortinillas de la ventana. Acercó la cara al hueco y advirtió que su cuarto daba a la fachada de la vivienda que estaba cubierta por enredaderas.

«Espero que esto no haga que se me llene el cuarto de bichos», pensó mientras se apartaba recelosa.

El calor en aquellas noches de julio era sofocante, sensación que ella siempre asociaba con el sonido nocturno de los grillos llamando para aparearse; ese característico frotar de antenas que en ese preciso momento Sam podía escuchar chirriar desde innumerables puntos de entre la densa vegetación que rodeaba al jardín.

La mujer se apartó de la ventana y se quitó la chaqueta, las botas y los calcetines. El frescor del suelo de madera le provocó una repentina tiritona, pero enseguida su cuerpo agradeció el cambio de temperatura y le hizo sentir en la gloria. Llevaba una simple blusa blanca, abotonada. Se remangó los puños hasta ajustarlos a la altura de los codos.

El estómago le recordó que tenían una cuenta pendiente, así que decidió dirigirse hacia la cocina del piso inferior para ver si podía encontrar algo que calmara su protestón apetito. Abrió la puerta del cuarto con cuidado de que no hacer ruido. A esas horas quizás Jonathan y Lydia ya estuvieran durmiendo. Sam alcanzó el recodo del pasillo y se detuvo en el rellano de la escalera. Giró el rostro hacia la puerta del dormitorio de Jonathan, que estaba cerrada de par en par. Por un instante se los imaginó regresando a la casa tras una copiosa cena y un par de copas de vino, subir a hurtadillas hasta el dormitorio principal y desatar sus deseos primarios. Sintió un pequeño escalofrío, pero pensó que, seguramente, al otro lado de la puerta sólo dormían plácidamente cogidos de la mano.

Avanzando casi de puntillas, bajó los escalones de la escalera. Ésta se doblaba en noventa grados para, tras un segundo tramo de peldaños, desembocar en el piso principal. En el giro de la escalera, un gran ventanal daba al jardín, hacia la piscina, pero una amplia persiana de madera impedía ver apenas nada entre sus rendijas. Algo lógico si Jonathan no quería que el sofocante calor del exterior se instalara también entre los muros de la casona.

Sam no tardó en llegar a la cocina y agarrar la puerta del frigorífico. Al abrirlo inundó la estancia de una deslumbrante luz blanca. Las pupilas de la mujer necesitaron unos segundos para adaptarse a la desbordante luminosidad. En cuanto recuperó la visión, se preparó un sándwich y llenó un vaso con hielo y agua del grifo. Al cerrar la llave, un crujido del exterior la hizo sobresaltarse. Sam se acercó vaso en mano hasta la ventana y acercó la nariz al cristal. Al otro lado no había más que un camino de cemento que avanzaba entre vegetación baja hacia el recinto de la piscina. Todo parecía mecerse al unísono, impulsado por la suave brisa de la noche. Sam pensó que seguramente se había tratado de una comadreja o una rata de campo, por lo que perdió el interés y volvió junto a su tentempié.

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