La Tormenta

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Matthew Smith se estremeció. Despertando, envuelto en sudor y con el corazón desbocado, otra vez. Tomó unos minutos para recobrar el aliento, llevándose una mano al pecho acelerado. Aspiró todo el aire que pudo hasta que sus pulmones dolieron, y lo soltó lentamente, devolviendo la serenidad a su ser.

Miró el reloj en la mesita: las tres de la mañana... otra vez. La misma maldita pesadilla que lo atormentaba noche tras noche. Volvía a escuchar los gritos desesperados de su esposa, luchando contra las olas, intentando escapar de aquella tormenta furiosa en medio del mar. Habían pasado diez meses, ocho horas y veinte minutos desde que el mar la había engullido sin dejar rastro, llevándosela para siempre. Lo que debía haber sido un viaje de placer en un pequeño barco alquilado se convirtió en su peor pesadilla. Aquellas fatídicas vacaciones lo devolvieron viudo a la orilla del mar, con una herida en el corazón que jamás sanaría.

Abrió el cajón de la mesita y sacó un frasco de tranquilizantes. Esa legión de médicos le había asegurado que el dolor se aliviaría durmiendo... sí, claro, si su mente atormentada le permitía descansar. Junto al frasco había una libreta. Matthew era escritor y creía firmemente que las mejores ideas nacían en la quietud de la noche, así que guardaba sus pensamientos en aquellas páginas, esperando que alguno de ellos se convirtiera en un bestseller.

Desde hacía meses, su mente estaba atrapada en un bucle de sufrimiento, asediada por el recuerdo de la voz de Sharon, su esposa, gritando su nombre antes de ser engullida por la inmensidad del océano. Al final de cada pesadilla, siempre aparecía un faro en medio de la bruma, justo antes de despertar. Ese faro maldito, que nunca había visto en la realidad, se repetía una y otra vez. Entonces, en plena madrugada, Matthew tomó su pequeña libreta y comenzó a dibujar el faro que tanto lo atormentaba.

La noche siguiente, aquella maldita pesadilla volvió a perseguirlo. Mattew, agotado de tanto insomnio, se levantó con un suspiro resignado, se vistió y se dirigió al único lugar donde tenía permitido ir a esas horas de la madrugada: la biblioteca del distrito.

Al llegar, se dejó caer en una silla en el centro de la sala, rodeado de estantes repletos de libros que parecían custodiar el silencio del lugar. Respiró profundamente, llenando sus pulmones con el aroma de papel envejecido, de historias guardadas entre hojas amarillentas, y por un momento, sintió que su mente se calmaba.

Los recuerdos lo asaltaron entonces. Diez años atrás, Sharon solía ocupar una mesa en el rincón más apartado, siempre rodeada de apuntes, concentrada en su objetivo de entrar a la carrera de medicina. La veía tan claramente en su mente, como si aún estuviera allí, con su cabello rubio cayendo en ondas suaves, y esos ojos verdes como esmeraldas que lo habían hechizado desde el primer día.

—Qué suerte tuve de encontrarte —murmuró para sí mismo, con la voz cargada de una ternura nostálgica. Sharon era un ángel, o lo más cercano a uno que él había conocido. Su sonrisa fácil y sus sueños ligeros habían iluminado sus días desde el primer momento. Se había enamorado de ella en silencio, con solo mirarla, hasta que un frío día de noviembre, juntó el coraje para sentarse frente a ella y hablarle por primera vez.

Mattew dejó caer la cabeza hacia atrás, con las manos hundidas en los bolsillos, mientras el eco de sus pensamientos lo alejaba de la realidad. De repente, un leve sonido de papel lo devolvió a la sala. Frunciendo el ceño, metió la mano en el bolsillo y sacó una nota arrugada arrancada de su libreta. Allí estaba, su dibujo del faro. ¿Y si aquel faro significaba algo?

La curiosidad despertó en él como un chispazo, impulsándolo a moverse. No necesitó más para que comenzara a hurgar entre los libros de la biblioteca. Revisó mapas, guías de viaje y viejos cuadernos de historia, tratando de encontrar una conexión. Era como buscar una aguja en un pajar, pero la sensación de que ese faro escondía un significado importante no lo dejaba rendirse.

Encendió un ordenador, y la pantalla azul iluminó su rostro mientras buscaba en internet. Navegó por páginas, blogs y foros, con la esperanza de encontrar alguna pista, alguna referencia que lo guiara. Sin embargo, los resultados no llevaban a ningún lado, y la frustración comenzaba a asentarse en su pecho.

Fue entonces cuando la primera luz del amanecer se filtró por las ventanas, llenando la biblioteca de un brillo suave y dorado. En ese instante, la puerta se abrió con un chasquido, y una mujer menuda y regordeta entró canturreando suavemente, ajena a la presencia de alguien más. Al levantar la vista y encontrarse con Mattew, dejó escapar un grito sorprendido que resonó en la sala.

—¡Santo Dios! ¡Matt! ¡Me has dado un susto de muerte, maldita sea! —exclamó Margaret, llevándose una mano al pecho mientras intentaba recuperar la compostura.

Mattew levantó la mano en un gesto de disculpa, agachando la cabeza con una mueca de arrepentimiento.

—Lo siento mucho, Margaret. Ya me iba —dijo, comenzando a levantarse de su asiento.

—¿Pero desde cuándo estás aquí...? —preguntó ella, mientras se apresuraba a dejar su bolso y a colocar sus cosas en orden, preparándose para empezar su jornada como portera de la biblioteca.

—Creo que desde las dos de la mañana —respondió Mattew, con un suspiro cansado.

Margaret se santiguó al escuchar la respuesta, y luego se acercó a él con una mezcla de preocupación y reproche en su mirada.

—¿Cómo estás, cielo? —Para Margaret, Mattew era como un miembro de la familia. Lo conocía desde que era un niño, cuando su padre lo llevaba a pedir prestados libros. Lo había visto crecer, madurar, conocer a Sharon, y enamorarse perdidamente de ella.

Mattew se encogió de hombros.

—Sigo... —dijo suavemente mientras se levantaba de la incómoda silla, preparándose para marcharse.

—¡Anda! ¡Qué dibujo tan bueno! ¡Es Crownwall!... ¿No? —exclamó Margaret, tomando en sus manos el dibujo arrugado del faro.

Mattew la miró asombrado.

—¿Cómo dices? ¿Conoces ese lugar? ¿Existe?

Margaret lo observó con extrañeza.

—Es Crownwall, es el pueblo más cercano al mío, donde nací. Está al lado del mar... es un pueblo precioso, con ese faro tan...

—¡Margaret! —Mattew, llevado por la emoción, la agarró por los hombros—. ¡Dime dónde es!

—Bien, de acuerdo. —La mujer le dio indicaciones exactas de cómo llegar a ese lugar. Serían seis horas de viaje por carretera, y esas vías no habían sido bien mantenidas desde hacía años.

Mattew llegó a su casa corriendo, buscó una maleta en su armario y echó ropa dentro, de manera apresurada, como quien echa condimentos a una comida. Agarró su libreta y olvidó sus medicamentos. Salió rápidamente, cerró la puerta de su coche, y se dispuso a arrancar.

—Debo de estar volviéndome loco —se dijo a sí mismo en voz alta, mientras encendía el motor.

El pueblo de la brumaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora