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...

El día había sido largo y agotador. Los montones de papeles por revisar, los casos que se acumulaban esperando ser cerrados, y ahora, como si fuera poco, el insomnio que no daba tregua. Sharon amaba su trabajo, era su pasión, su propósito. Pero había días, como este, en los que el peso de sus responsabilidades la dejaba completamente exhausta, sintiendo cada fibra de su ser desgastada por el esfuerzo.

Al llegar a la cocina, buscó refugio en la simple rutina de hacerse un té. El silencio de la casa la envolvía, y el suave burbujeo del agua en la estufa parecía ser el único sonido en el mundo. Apoyada en la barra de la cocina, permitiéndose un raro momento de quietud, sintió su teléfono vibrar en el bolsillo. El sonido familiar la sacó de su ensimismamiento.

Era un mensaje de James. Tres palabras. Solo tres palabras que, sin embargo, la atravesaron como un cuchillo:

"Sharon, Sam murió. Espero puedas venir al funeral."

El mundo pareció detenerse. Fue como si un balde de agua helada se volcara sobre ella, paralizándola, robándole el aliento. ¿Cómo se suponía que debía sentirse? ¿Qué se hacía en un momento así? Su mente intentaba procesar la noticia, pero todo lo que podía sentir era un vacío, un dolor punzante que se extendía por su pecho.

Los recuerdos comenzaron a golpearla sin piedad. La risa de Sam resonó en su mente, clara y vivaz como siempre había sido. Sus ojos, esos ojos llenos de calidez y comprensión, se presentaron ante ella como si lo tuviera justo enfrente. Sentía de nuevo la seguridad de sus abrazos, el confort de su voz, siempre tan tranquila y reconfortante. Pero, ¿cómo podía ser cierto? ¿Cómo podía haber muerto? Él no. No Sam.

Apagó la estufa con manos temblorosas. Se dirigió a su habitación, cada paso más pesado que el anterior, como si una parte de ella estuviera resistiéndose a la realidad que acababa de recibir. Tenía que alistar su maleta para viajar a Nueva York al día siguiente, pero la mera idea de empacar para un funeral, el funeral de Sam, era demasiado dolorosa para soportar.

La espera en el aeropuerto se hizo eterna. Cada segundo se alargaba en su mente, un recordatorio constante de lo que le esperaba. Intentaba distraerse, pero nada, absolutamente nada, lograba levantar su ánimo. Todo era gris, opaco, envuelto en un dolor que ni siquiera había comenzado a procesar. El taxista que la llevó al aeropuerto había intentado entablar conversación, pero Sharon estaba demasiado perdida en sus pensamientos, en su pena, como para responder algo más que monosílabos cortantes.

El vuelo, aunque corto, se sintió interminable. Las horas parecían estirarse, cada minuto una agonía en la que los recuerdos seguían acechándola. Y de repente, como si su mente estuviera jugando con ella, un recuerdo específico emergió con una claridad que le quitó el aliento...

...

No recordaba haber estado tan nerviosa en su vida. Ni siquiera cuando enfrentó sus exámenes para ingresar a S.H.I.E.L.D. Sus manos, normalmente firmes y seguras, jugueteaban entre ellas en un intento fútil de calmarse. Sentía la tensión en cada músculo, y el silencio de la cabina del avión solo intensificaba la ansiedad que se apoderaba de ella. Entonces, sintió una presencia a su lado.

La carta | Wilter Donde viven las historias. Descúbrelo ahora