Por David Draven.
De vuelta en la Baticueva, después de un rato, que pudieron ser horas. Bruce Wayne estaba solo. El eco de sus propios pasos rebotaba en la vasta caverna, mezclándose con el sonido lejano del agua. Se sentó frente a la consola de la computadora, pero la pantalla en blanco parecía analizarlo con una frialdad implacable.
Bruce miró sus manos, temblorosas, marcadas por cicatrices que nunca sanarían del todo. Dentro de él corria un veneno que lentamente corroía su alma, eran las dudas.
Recordaba las palabras de Strange: "La oscuridad siempre estará contigo." No eran simplemente una amenaza; eran un diagnóstico. Bruce había visto el abismo, y el abismo lo había visto a él. La máscara de Batman era una segunda piel, una prisión tan efectiva como la cámara de privación sensorial de Strange.
Los recuerdos lo asaltaban sin piedad. La muerte de sus padres, los gritos, la sangre en el pavimento. Ese fue el primer encuentro con la oscuridad, un evento que lo había definido para siempre. Pero no se engañaba: la oscuridad no era una elección, era una consecuencia.
Las noches en Gotham eran un calvario, y el tiempo se difuminaba en un ciclo interminable de violencia y caos. Cada golpe que daba, cada criminal que detenía, era un intento desesperado de imponer orden en un mundo que se deleitaba en la anarquía.
Pero había momentos de lucidez, pequeños destellos de claridad en medio del caos. Bruce sabía que la batalla contra la maldad no tenía fin. Era una lucha inevitable, y cada victoria era solo un breve respiro antes de la próxima embestida.
La soledad era su compañera constante. Ni siquiera Alfred, con toda su lealtad y sabiduría, podía comprender completamente la carga que Bruce soportaba. El peso de la ciudad, la responsabilidad de tratar de salvar cada vida en Gotham, recaía sobre sus hombros, y no había escape.
Bruce sabía que cada día lo acercaba más al borde. La línea entre el héroe y el monstruo era fina, y a veces se preguntaba si ya la había cruzado. La brutalidad fundamentalmente necesaria para combatir el crimen dejaba moretones no solo en su cuerpo, sino en su espíritu.
Con el paso del tiempo, Bruce comenzó a notar los signos de la decadencia. Su cuerpo, aunque fuerte, ya no era una maquina de guerra. Las heridas tardaban más en sanar, los huesos crujían con más frecuencia. El tiempo no perdona, y la muerte, siempre paciente, esperaba su momento para ir a buscarlo.
Pero la decadencia no era solo física. La constante exposición a la violencia, la corrupción y la desesperanza de Gotham erosionaban su moral como una gota de agua que cae de grifo, pesada y constante. El odio hacia los criminales que destruían su ciudad se mezclaba con el odio hacia sí mismo, por no poder salvarla completamente.
Bruce sabía que su enfrentamiento con Strange era solo uno de muchos. Gotham nunca se quedaría sin monstruos. La pregunta no era si podría seguir luchando, sino cuánto tiempo más podría soportar. La oscuridad, siempre presente, era una penitencia a la que no podía escapar, ya era demasiado tardé.
Mientras se preparaba para otra noche de patrullaje, Bruce aceptó una verdad ineludible: la lucha nunca terminaría, solamente hasta que muriera. No había redención, no había justicia plena. Solo la interminable batalla contra un demonio que no podía vencer, solo contener, y ese demonio vivía en el.
Y así, con la capa ondeando tras de sí, Batman se adentró nuevamente la noche, sabiendo que la verdadera batalla no estaba en las calles de Gotham, sino en su propia mente y en el dilema de la fina cuerda.