Capítulo 6

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Desperté con el corazón aún acelerado. Miré a mi alrededor, pero sólo distinguí oscuridad y el suelo de piedra helado bajo mis pies. Me llevé la mano al cinto con precaución, escrutando las sombras, pero no percibí ningún ruido o respiración que acompañara a la mía. No me sorprendió descubrir que no tenía las armas conmigo.

—¿Diana?

El silencio me respondió. «Mierda —maldecí, apretando los puños—. Sólo me buscaban a mí, y ahora está sola... Y no puede ver...». Probé a levantarme y estirar los músculos, descubriendo que mi brazo derecho aún estaba algo entumecido y que me habían vendado el torso. En la penumbra, pude distinguir una mancha roja oscura que se iba extendiendo por el blanco de las vendas, y tragué saliva.

Aquella flecha podría haberme matado. Y si lo hubiese hecho, ¿quién cuidaría ahora de Diana, quién la llevaría hasta su destino? ¿Quién se aseguraría de que sobreviviera? Si seguía con vida, era porque ellos me necesitaban por alguna razón. O quizás sólo querían información.

Fuera lo que fuese, no estaba en las mejores condiciones.

Volví a sentarme en el suelo de roca y apoyé la cabeza en la pared, con tanta fuerza que sentí un pinchazo de dolor en la nuca. Repasé la situación lentamente, intentando no dejarme llevar por sentimientos fuertes que pudieran desbaratar lo que me quedaba de cordura. Estaba herido y aún medio dormido, por lo que no era inteligente pensar en escapar. Al menos, no por el momento. Podría negociar mi libertad, pero conociendo a mis captores, era evidente que no me la darían sin luchar por ella.

Y aunque diera mi vida, aún no tenía claro si volvería a ver la luz del sol.

Estaba en una auténtica encrucijada. Cada vez que me movía, el dolor de la herida me aguijoneaba el pecho y tenía que volver a adoptar una postura relajada; y mi mente aún vagaba en algún punto fuera de aquella prisión, con Diana, en la ruta a seguir, en las preocupaciones mundanas.

Respiré hondo y me recordé a mí mismo que no era la primera vez que estaba encerrado. No obstante, las circunstancias no eran las mismas ni de lejos, ya que la otra vez apenas tenía consciencia propia y me habían rescatado...

Cosa que no pasaría esa vez.

Me levanté, conteniendo una mueca de dolor, y empecé a caminar con lentitud, apoyándome en las paredes. Cada paso me provocaba un dolor pulsante en la herida del pecho y en la cabeza, pero no me volví a sentar. En su lugar, exploré como pude el lugar y llegué a la conclusión de que estaba en una celda, probablemente bajo tierra por la ausencia de ventanas y por la presencia de goteras cayendo por la roca pobremente excavada. Parecía una prisión natural, sin iluminación, y con barrotes de hierro robusto, un catre y una tina como únicos elementos artificiales.

El resto del día —suponiendo que aún quedara luz en el exterior— lo pasé vagando por esos seis metros cuadrados, rumiando y dejándome caer de vez en cuando en el incómodo jergón para reposar mi herida. Perdí la noción del tiempo a las pocas horas, cuando mis pensamientos eran demasiado pesados y oscuros como para seguir soportándolos.

Justo entonces, el sonido de unos pasos reverberó en las cavidades de la roca. Alcé la cabeza y agucé el oído, poniéndome en pie demasiado rápido y llevando inconscientemente mi mano al cinto, sin recordar que la daga había desaparecido. Mi mente se despejó de golpe, y sólo se centró en el sonido de las llaves repiqueteando en el pasillo y las luces y sombras de la antorcha que bailaban en las paredes.

Las llamas de la lámpara iluminaron súbitamente la celda, y el rostro de la persona que la sostenía.

Era una joven, algo menor que yo. La cálida luz arrancaba brillos en su cabello rubio y en las llaves que relucían en sus manos. Su mirada estaba fija en mí, sus ojos claros me observaban con recelo y detenimiento como si me tratase de un vulgar animal de zoo. Alzó aún más la lámpara de aceite hasta que quedó a la altura de su cabeza, iluminando sutilmente sus rasgos redondeados y algo infantiles.

Efímera (en pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora