Capítulo 8: "Los Ojos de la Montaña"

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Esa tarde, papá arreglaba el rifle y las municiones. Saldría de madrugada a las montañas a cazar venados, báquiros y otros animales que habitan en la montaña. Había estado lloviendo fuerte, y esperaba que ya en la madrugada escampara un poco o cesara la lluvia. Mamá se despertó mucho antes para preparar comida para llevar; sería un largo fin de semana en las profundidades de las montañas encantadas.

Papá se levantó temprano para pedir a los espíritus de la naturaleza permiso para caminar entre sus suelos y dar muerte a los animales que encontrara en el camino. Papá se arrodilló en el suelo húmedo, con el rifle a un lado y las manos extendidas hacia el cielo. Cerró los ojos y comenzó a murmurar en un tono reverente:

"Oh, grandes espíritus de la montaña, guardianes de la tierra y del cielo, les pido permiso para caminar entre sus suelos sagrados. Con respeto y humildad, vengo a cazar para alimentar a mi familia. No busco más de lo necesario y prometo honrar la vida que me concedan. Que sus bendiciones nos guíen y protejan en este viaje. Aho."

Este tipo de petición refleja el profundo respeto y conexión que muchas culturas indígenas tienen con la naturaleza y sus espíritus. Papá, conociendo la importancia de estos espíritus, continuó su plegaria:

"Yarí, protector del bosque, guíanos con tu sabiduría. Kuyén, guardiana de las aguas, calma las lluvias para que podamos avanzar. Antü, dador de luz, ilumina nuestro camino. Wangulén, protector de los animales, permítenos cazar con respeto. Pillán, guardián del fuego, mantén nuestras antorchas encendidas. Aho."

Con estas palabras, papá se levantó, sintiendo una conexión profunda con la naturaleza y sus espíritus. Estaba listo para emprender el viaje, sabiendo que contaba con la bendición y protección de los guardianes de la montaña. Su compadre y vecino lo acompañarían, junto con los nuevos jóvenes llamados Carlos y Armando que acababa de contratar para trabajar en la hacienda. Cargó sus antorchas hechas de gasolina y mechas de trapo, y comida suficiente para esos días. Entre ellos llevaba bocadillos de harina de maíz mezclada con melaza de caña de azúcar, tradicionalmente llamados gofios, llenos de proteínas.

Me levanté y le pedí a papá que me llevara. Quería aprender a cazar y ya me sentía lista para hacerlo, pero papá no aceptaba. El hecho de ser mujer y aún niña no me lo permitía. Insistí y también le pedí a mamá. Le dije que cargaría el agua y que trataría de no molestar. Solo quería ver la forma en que cazaba. Fue tanta mi insistencia que mamá terminó por convencerlo. Preparó algo más de comida y me alisté para ser parte del grupo de cazadores.

Salimos esa madrugada y caminamos montaña adentro, siguiendo rastros que la llovizna borraba. La humedad del suelo y el olor a tierra mojada impregnaban el aire, mientras el sonido de nuestros pasos se mezclaba con el susurro de la brisa entre los árboles. Llegó la noche sin cazar nada. Armamos la tienda para acampar y dormir. Papá fumaba su tabaco para calentar su cuerpo y colgaba la hamaca para pasar la noche en medio de la oscuridad de aquellas montañas.

La oscuridad era densa, casi palpable, y el silencio solo era roto por el crujido ocasional de alguna rama. La sensación de ser observados se intensificaba con cada minuto que pasaba. Las sombras danzaban alrededor del campamento, proyectadas por la tenue luz de las antorchas. El viento susurraba secretos antiguos entre los árboles, y cada sonido parecía amplificado en la quietud de la noche. Papá, con el rifle siempre a su lado, mantenía una vigilancia constante, sus ojos escudriñando la penumbra en busca de cualquier movimiento. La tensión en el aire era casi tangible, como si la misma montaña estuviera conteniendo el aliento, esperando a revelar sus misterios.

De repente, un aullido lejano rompió el silencio, resonando entre los árboles como un eco inquietante. El crujido de hojas secas bajo el peso de algo invisible se acercaba lentamente, y el sonido de ramas quebrándose en la distancia hacía que nuestros corazones latieran más rápido. Un murmullo bajo y gutural, como si la tierra misma estuviera hablando, se mezclaba con el susurro del viento. Los búhos ululaban en la oscuridad, sus ojos brillando como pequeños faros en la noche. Cada sonido, cada movimiento, parecía cargado de un significado oculto, como si la montaña estuviera viva y observándonos.

Más Allá de las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora