Una tarde tranquila, mientras el sol se ocultaba lentamente, Mordecai Heller se encontraba en su jardín, un refugio personal donde podía alejarse del caos y la violencia que dominaban su vida. Sus preciadas rosas rojas florecían, llenando el aire con su dulce fragancia. Mordecai, con su precisión característica, cortaba los tallos con una navaja afilada, asegurándose de no dañar las delicadas flores. Su concentración era absoluta; su mente, aunque siempre analítica, encontraba un raro momento de paz en esta tarea meticulosa.
Vestido con su camisa blanca, ahora ligeramente arrugada por el trabajo, junto con un delantal para protegerse de las espinas, Mordecai parecía una figura ajena al violento mundo que normalmente lo rodeaba. Sus guantes de cuero mantenían sus manos impecables, como si fuera tan protector con su apariencia como lo era con sus rosas.
De repente, una figura apareció en el borde del jardín. Era Rocky Rickaby, con su habitual aspecto desaliñado, pero con una tristeza inusual que lo envolvía. Sus ojos, normalmente llenos de travesura, ahora estaban apagados habían perdido ese brillo, y sus hombros caídos mostraban el peso de una carga emocional.
Mordecai lo observó en silencio, su expresión permaneciendo impasible. Sin embargo, sus ojos verde oliva reflejaban una chispa de curiosidad y quizás, empatía. Continuó podando una rosa más, pero sus pensamientos ya estaban enfocados en el despreocupado violinista que ahora se encontraba sentado en el césped, cabizbajo.
Una vez que terminó, Mordecai se acercó a Rocky con pasos silenciosos. No dijo nada, simplemente se arrodilló frente a él y con una delicadeza inusual, colocó una rosa detrás de la oreja de Rocky. Su mano enguantada rozó la mejilla del gato desaliñado, y por un breve momento, la dureza de su mirada se suavizó al mirarlo fijamente.
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Rocky, sorprendido por el inesperado gesto, levantó la vista. Las lágrimas aún llenaban sus ojos azules inyectados en sangre, pero ahora había un destello de reconocimiento.
—¿Por qué... Tú?— alcanzó a murmurrar el violinista en un tono bajo, casi perdido.
Mordecai, sin cambiar su expresión habitual, retiró su mano lentamente y retiró los quevedos de su rostro, dejando al descubierto unos ojos que aunque severos y fríos, reflejaban una extraña empatía inusual.
—Las palabras no siempre son necesarias, Rickaby— murmuró el gatillero, su voz profunda y tranquila. —Pero debes saber que incluso en la tristeza más profunda, no estás solo. A veces, el silencio y un simple gesto pueden hablar más que cualquier palabra.
Rocky, aún sintiéndose vulnerable, asintió en silencio. Comprendiendo lo que el mayor quiso decir. Mordecai no esperaba una respuesta. En cambio, se levantó y, con su típica elegancia, volvió a su jardín, dejando al violinista con sus pensamientos y la rosa roja que ahora adornaba su oreja. A pesar de su naturaleza fría y calculadora, Mordecai había mostrado una parte de sí mismo que raramente revelaba, creando un momento de conexión inesperada entre dos almas muy diferentes.