El honor del cazador

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Aulay tensó el arco. Se mantuvo escondido detrás del arbusto, aguantando la respiración. Incluso se cubrió de barro, como tantas veces le había visto hacer a los hombres cuando salían de caza. La sensación pegajosa de la tierra húmeda le producía repulsión, pero era la mejor forma de enmascarar su olor humano y desconocido a la presa.
Un pequeño jabalí saciaba su sed en el arroyo. Era un ejemplar joven, apenas una cría, y no había observado la presencia de su familia cerca.
Fijó la vista para apuntar. Debía ser certero o tan solo conseguiría herirlo. Necesitaba cobrarse la pieza. Quería, por una vez, ver reflejado un atisbo de aprobación en la mirada de su padre.
Aulay no había resultado ser el tipo de guerrero que un verdadero laird de los clanes escoceses, con todo un antiguo linaje y familia que honrar, esperase de un hijo varón.
No le interesaban demasiado las armas, las jornadas de entrenamiento se le hacían muy pesadas y no era diestro con la espada. Se sentía más cercano a sus hermanas Bethia o Ailsa; la tercera, Kenna, era muy diferente. Más parecida a los pequeños, más traviesos.
A pesar de esas controvertidas inclinaciones naturales, Aulay no quería defraudar a sus padres. Nunca dejaría en mal lugar a su clan. Pertenecía a los Douglas, una estirpe de guerreros honorable, de caballeros. Descendientes de familia terrateniente en las Lowlands, a pesar de no tener estatus nobiliario, clanes como los MacDougall o los Mackenzie, más importantes, los apreciaban. Sus hermanos mayores habían luchado en las últimas contiendas en las filas de esas familias a las que rendían vasallaje. Él mismo pasó un verano en Londres, en la corte del rey Eduardo, junto a William, el mayor de sus hermanos, y en ese viaje conoció al joven Príncipe de Gales.
Esa visita, en cierto modo, le había abierto los ojos a una realidad poco visible en sus tierras. El joven Eduardo le causó una impresión crucial. Lo desconcertaron sobremanera sus actos y la forma en que aceptaba sus apetitos. Quizás ese fue el mayor de los descubrimientos de esa temporada fuera de los muros de su castillo.
Ese otoño, cuando volvió a la casa Douglas, algo en él era diferente. Ailsa fue la primera en percibir el cambio en su rostro y la seguridad en su gesto. Un convencimiento se había instalado en la mente de Aulay. Nada estaba mal en él. Era diferente. En sus sentimientos y ánimos, esa parte oculta de sí mismo, se rebelaba.
Así como sucedía en el caso del príncipe, sufría el rechazo. También podría sobreponerse, aceptarse y hacer su vida. Y con menor exposición pública que el que sería Eduardo II cuando el actual Rey de Inglaterra dejase el trono libre.
El jabalí acabó de beber agua y levantó la cabeza. Era el momento. Aulay disparó la flecha e insertó en el cuello del animal justo cuando giraba para alejarse del riachuelo.
Cayó inmóvil después de un chillido agudo y varios pasos hacia el interior del bosque. El guerrero siguió el camino de sangre para cobrar su pieza. Cuando llegó hasta el cerdo salvaje todavía respiraba, de forma pesada.
Aulay se agachó para recuperar la flecha y ambos seres vivos se miraron a los ojos con respeto. Ley de vida, instinto de supervivencia. El chico sacó su daga del cinto y le rebanó el cuello. Mejor que se desangrara rápido. Allí mismo, limpió las vísceras del animal y lo dejó listo para que en la cocina Naru hiciera su magia. 
—Soy Aulay Douglas. Seré ordenado caballero escocés este invierno, ya tengo catorce años y no hay otro destino para mí. Padre estará orgulloso de mí. —Dirigió la vista a un punto indeterminado en los árboles, y les habló como si estuviera en presencia del Laird de sus tierras—. Sé que nunca estaré entre tus hijos favoritos. No estoy a la altura de William, ni de Wallace o Connor. solo me gustaría que me aceptases.
Se alzó y puso el animal muerto sobre los hombros. No era corpulento, más bien lo contrario, pero fuerte. Lo habían obligado a pelear desde muy niño. Defenderse fue una forma de superarse y, al igual que el tiro con arco, dos habilidades con las que procuraba congraciarse con la figura paterna, esquiva en lo que a él se refería.
Hacía mucho que no se sentía tan feliz. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba. Cuando en la cocina le indicasen que el proveedor de la carne había sido él, el menor de sus hijos varones mayores, el Laird se mostraría orgulloso y lo felicitaría.
—¿Dónde has estado toda la mañana, hermano? —lo interceptó una joven de la misma edad a su vuelta.
—Salí temprano, Ailsa.
—Y por lo que puedo ver fuiste de caza. ¿Seguro que eres mi hermano Aulay? Te eché de menos. Desde que Bethia ya no vive aquí, nuestro castillo es muy aburrido.
—Bethia estaba en edad de contraer matrimonio y es lo que ha hecho. Cumplir con su cometido, y con creces, que ya está a punto de dar un heredero a su esposo.
—Quería que me acompañaras a recoger flores y hacer ramilletes. Padre tiene visita, vino un guerrero enorme de las Highlands. No había visto un hombre tan grande nunca.
—Kenna te podría acompañar, ¿se lo has pedido?
—¿Con ella? Imposible. Está muy ocupada peleando con unos críos de la aldea y lanzando piedras a las ruedas de los carros cuando nadie la mira. Cualquier día esta hermana nuestra se va a poner en peligro. Empieza a estar grande para travesuras así. Ya debería comportarse como una dama.

El oscuro secreto de las hermanas DouglasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora