CAPITULO 1: EL OTRO LUGAR

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La noche en la oficina se sentía insoportablemente pesada, casi como si el aire mismo estuviera saturado de monotonía y desesperanza. Mi cubículo, ubicado en el quinto piso de un sombrío edificio llamado "Street Inc.", era parte de un laberinto de oficinas donde día tras día, almas cansadas como la mía luchaban por mantener a flote una existencia mínima, ganando lo justo para sobrevivir en un ciclo interminable.

Llegaba temprano y me iba tarde, mucho más tarde de lo que hubiera querido. El nuevo gerente, un hombre sin escrúpulos, se marchaba todos los días a las 7 en punto, dejándonos con montones de trabajo que él, evidentemente, se negaba a tocar. Mis noches se extendían hasta la medianoche, a veces hasta la 1 de la mañana, rodeado por la fría luz de un foco LED y el resplandor azul de mi monitor. Mis únicas compañías eran mi ordenador de trabajo y una taza que la empresa nos había dado la Navidad pasada, con el logo "Superior Inc." impreso en letras doradas. Un nombre pretencioso, pensé, para una empresa que apenas podía pagar los viáticos de su sucursal más olvidada.

Tecleaba sin descanso, llenando formularios uno tras otro, consciente de que la fecha límite estaba cada vez más cerca. Por eso me quedaba horas extras, subsistiendo a duras penas con rebanadas de pizza fría y latas de bebidas energéticas que, lejos de revitalizarme, sólo acentuaban mi fatiga. El brillo del monitor quemaba mis ojos, y el sueño comenzaba a adueñarse de mi mente, ralentizando mis movimientos y nublando mi juicio. Si te preguntas por qué no he renunciado, la respuesta es simple: fue el único lugar que aceptó mi mediocre currículum. Volver a la casa de mis padres no es una opción, no después del escándalo que los distanció de mí hace años. Quizás ellos ya lo hayan olvidado, pero mi orgullo no me permite regresar.

Había algo liberador en vivir solo, en un departamento alquilado, aunque también había una soledad que crecía cada día. Llegar tarde sin que nadie me interrogara o invitar a alguien sin ser molestado eran pequeños lujos que, tristemente, apenas disfrutaba. Mis relaciones eran escasas, y mi trabajo me impedía conocer a más gente. Mis hobbies, como ver series o jugar videojuegos, tampoco ayudaban a mejorar mi vida social.

Me levanté del escritorio, tomando la taza entre mis manos, y me dirigí al pasillo donde la cafetera siempre estaba funcionando. Me serví un poco y, aprovechando que estaba cerca, caminé hacia la recepción. Casi siempre hacía lo mismo, una rutina que había adoptado para verla a ella, una joven recién contratada hace unos tres meses. Se llamaba Clara. Su sonrisa era contagiosa y su cabello corto la hacía aún más atractiva. Casi era la hora de su salida, las diez de la noche. Si no estuviera tan ahogado en trabajo, me habría ofrecido a llevarla a casa, consciente de que este barrio no es seguro, especialmente a esas horas. Pero ella, junto con mi sueldo, era la única razón por la que volvía a este infierno cada día.

—Hola —saludé, tratando de sonar despreocupado—. ¿Hay algún mensaje para mí?

Sabía que no había ninguno, pero cualquier excusa era buena para entablar una conversación con ella.

—Hola, Henry —me respondió Clara con una sonrisa amable, mientras organizaba unos papeles en el escritorio de la recepción—. No, no hay mensajes para ti hoy. ¿Sigues aquí hasta tarde?

—Sí, ya sabes cómo es este lugar —dije, tratando de sonar casual, aunque no pude evitar que un toque de frustración se colara en mi voz—. El nuevo gerente parece pensar que todos podemos trabajar como máquinas. ¿Y tú? ¿Ya casi te vas?

—Sí, salgo en unos minutos —contestó, echando un vistazo al reloj de pared—. No puedo esperar para llegar a casa, pero con este barrio... es como jugar a la ruleta rusa cada noche.

Me apoyé en el mostrador, buscando alguna excusa para prolongar la conversación. Siempre encontraba una forma de hablar con ella, aunque fuera solo por unos minutos.

El umbral de los condenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora