desde chicos

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Julián fue reservado desde chico, no lloraba tanto como los demás nenes. A los cuatro ya había aprendido a aguantarse el llanto, porque veía como cambiaba la cara de alegría de su mamá y no le gustaba. A los seis pensó que sus problemas no importaban tanto como los de los demás, entonces se guardó para sí mismo la primera vez que le gustó un chico, a los ocho.


Se llamaba Luciano, tenía el pelo negro con rulitos, los cachetitos rellenos, un acento extranjero y una sonrisa que le hizo pensar por primera vez en la eternidad. Pero al día siguiente Luciano se agarró de la mano con otra chica (si no se acordaba mal, se llamaba Morena) y Julián salió de la primaria pensando.


Pero si todos los cuentos de hadas de los que la gente le hablaba terminaban con el príncipe y la princesa, los dichos en las iglesias eran sobre marido y mujer, Adán y Eva, Romeo y Julieta. ¿Era normal esto, o había algo raro en él?


Calchín es un pueblito chico, no había mucha gente para conocer. Capaz lo que le atrajo de ese chico fue su novedad, porque al resto de chicos y chicas de su edad los conocía de siempre. Luciano era lindo, era nuevo. Fue el primer chico que le gustó y el último, al menos hasta que llegó a Buenos Aires.


En Buenos Aires, mucho más grande que su pueblito cordobés, todo es nuevo y desconocido y, en todo caso, el que tenía el acento extranjero era él, con el dulce cantito de su voz que captó la atención de quien lo escuchase.   


Y se enamoró por segunda vez en las prácticas, los ojos marrones y la cabellera tirando a rubio de aquel compañero de river que lo miraba con una gentileza inigualable. Se le aceleró el corazón al tocar sus manos por accidente, lo vio correr en la cancha y volvió a pensar en qué tal estaría compartir su feliz por siempre con él.


Y todavía se acuerda como pensó en fallecer cuando aquél chico que le gustaba se le acercó con los ojos luminosos, saltando de la alegría mientras le contaba de esta chica que causaba el nacer de mariposas en su estómago, como esperaba que ojalá ella lo viera del mismo modo.


(— ¿Y vos, Juli? — le pregunta justo después, sin ser consciente de como le había roto el corazón. — ¿Alguna chica que te tenga loco?





Julián sabe que no puede ser honesto. Sabe que no puede decirle que le gustan los hombres, que le gusta él. Que nunca en su vida sintió por una chica lo que sintió por él. No puede.





— No, en realidad. Capaz estoy muy centrado en el club, no me estoy hablando con nadie.





Y se ríe. Federico se le ríe en la cara, obviamente no a forma de burla, pero un poquito le duele. Se deja cuando le apoya una mano en el hombro, disfrutando el cálido tacto silenciosamente.





— Ya llegará la persona indicada, Juli, no pasa nada.





Gracias a dios, el tema muere ahí y prontamente cambian el tema de conversación a algo tan trivial que ya ninguno de los dos podría recordarlo.)














Enzo, a los nueve años, cuando descubrió que estaba totalmente enamorado de este amigo de otro amigo con el que jugaban a la pelota, no podía dejar de pensar al respecto. El bonaerense confiaba en su familia como no confiaba en nadie y, en cualquier otra circunstancia, se los había confiado, pero habían dos problemas.


Primeramente, que este chico (Lucas se llamaba), era un muy mal ejemplo, según los estándares de su familia. Era muy bruto, cada vez que jugaban terminaba con alguna parte de piel raspada, la ropa sucia con la mugre del piso, las piernas repletas de curitas que sólo seguirían multiplicándose. Segundo, que Lucas era un chico, y Enzo, a escondidas, había escuchado las cosas que decían de chicos como él.


(Había sido criado con el pensamiento de que la gente como él debía mantenerse oculta, que su existencia no era algo placentero o de lo cual la gente realmente quisiera saber. Se había acostumbrado al tono hiriente con el que los llamabas: putos, maricones.  


Si no los odiaban, era algo parecido, pero definitivamente no los adoraban).





Entonces, cuando su mamá lo vio tan centrado y le preguntó en qué (en quién) estaba pensando, se apuró a decir.





— Luna, la de mi clase.


— ¿Cuál era Luna, mi amor?


— La de los ojitos claros, má.


— Ah, sí, esa Luna, bellísima. ¿Qué? ¿Te gusta?


— ¡No! O sea, es linda, pero me dijo que me iba a explicar la tarea de matemáticas mañana y me quedé pensando en eso.





Ella le sonrió y lo miró de la misma forma que siempre lo miró cuando no le creía nada.


Enzo nunca se atrevió a confesarlo en voz alta, lo mucho que le gustaba ver al chico del parque con el pelo todo desorganizado, el sudor empapando su remera de boca, los codos raspados y sus rodillas con vendas (— porque es incómodo correr con las curitas en las rodillas ¿viste? — le había explicado alguna vez, y, la verdad, tenía sentido). Lo mucho que vagaba su mente mientras chocaba sus labios con los de una chica.


Las chicas lindas, que lo miraron con sonrisas más dulces que los tragos que tomaron, con los ojos claros (como los de ese jugador del equipo rival al que miró de más cuando intercambiaron camisetas) y las pestañas largas y el rubor en sus mejillas tan genuino y lleno de vida. Las chicas lindas que nunca conoció por más de una noche, las chicas lindas que no significaron mucho, que no significaron nada.


Las chicas lindas. No más lindas que este chico cordobés con el que compartía equipo, que era callado y tímido, pero con los ojos expresivos y las pestañas todas gruesas y despeinadas.


Pensó que los labios y el tacto de ellas serían suficientes para exorcisar a los demonios de la homosexualidad de dentro suyo, pero no. Pensó que rezar lo ayudaría a salir del vicio de pensar en cuánto deseaba compartir un beso, uno solo, con un hombre.





Pero ahora que mira atrás, despertándose con las mejillas medio duras porque allí secaron las lágrimas que derramaron sus ojos marrones y con un dolor de cabeza impresionante a causa del alcohol, piensa en toda la situación como si hubiese dado pasos para atrás hasta chocarse con la pared y ser acorralado por la verdad.


Podía fingir, pero no podía huir. Podía engañar a todos, pero no a sí mismo.


Piensa en como todo esto no habría pasado si no hubiese hecho ese vivo en Instagram, si Julián no hubiese tenido la idea de fingir con tal de salvarlo de la cancelación de su vida.


Piensa en Julián, le manda un mensaje.





"che ju, qué hacemos ahora?"

lo que fingimos (y lo que decimos en serio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora