Capítulo 18

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¿Son imaginaciones de esta autora o los caballeros de la alta sociedad londinense están bebiendo más de la cuenta últimamente?

REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
4 de junio de 1813

Pedro salió y se emborrachó. No solía hacerlo demasiado a menudo. En realidad, no era algo que le gustara especialmente, pero de todos modos lo hizo.

Junto al mar, a pocos kilómetros de Esposito, había muchos bares. Y también había muchos marineros buscando pelea. Dos de ellos encontraron a Pedro. Los apaleó a los dos. Sentía una rabia en su interior que había estado alimentando su alma durante años. Ahora, por fin, había encontrado una vía de escape y había necesitado muy poca provocación para hacer saltar la chispa.

Para entonces, ya estaba muy borracho, así que cuando golpeaba las caras coloradas de los marineros, no los veía a ellos, sino a su padre. Cada puñetazo iba dirigido a aquella eterna mirada de rechazo. Y le gustaba. Nunca se había considerado un hombre particularmente violento, pero, demonios, le gustaba.

Cuando acabó con los dos marineros, nadie más se atrevió a acercársele. La gente del pueblo sabía reconocer la fuerza pero, ante todo, sabía reconocer la rabia. Y todos sabían que, de las dos cosas, la segunda era realmente mortal.

Pedro se quedó en el bar hasta que alumbraron las primeras luces del alba. Bebía directamente de la botella que había pagado y, cuando llegó la hora de marcharse, se levantó con algún que otro problema, se metió la botella en el bolsillo y se fue a casa.

De camino, siguió bebiendo; aquel whisky de mala calidad le quemaba el cuello. Y a medida que se iba emborrachando más y más, sólo tenía una cosa en la cabeza. Quería recuperar a Mariana. Era su mujer, maldita sea. Se había acostumbrado a tenerla cerca. No podía coger y marcharse de su habitación así como así. La recuperaría. La seduciría y se la ganaría y...

Pedro eructó, algo bastante poco atractivo. Bueno, tendría que bastar con seducirla y ganársela, porque estaba demasiado borracho para pensar en otra cosa.

Cuando llegó al castillo de Esposito, estaba muy, muy ebrio. Y, cuando se presentó en la puerta de Mariana, hizo tanto ruido que podría haber despertado a los muertos.

-¡Marianaaaaaaaaaaa! -gritó, intentando ocultar la nota de desesperación que había en su voz. Tampoco hacía falta sonar tan patético.

Frunció el ceño, pensativo. Por otro lado, si sonaba desesperado, tendría más posibilidades de que ella abriera la puerta. Gimoteó un par de veces, y luego volvió a gritar:

-¡Marianaaaaaaaaa!

Cuando no obtuvo respuesta inmediatamente, se apoyó en la puerta, básicamente, porque su sentido del equilibrio estaba nadando en whisky.

-Oh, Mariana -dijo, suspirando, con la frente apoyada en la puerta de madera-. Si tú...

Se abrió la puerta y Pedro cayó al suelo.

-¿Tenías que... tenías que abrir tan... tan rápido? -farfulló.

Mariana, que seguía de pie, con el camisón, miró el deshecho humano que había en el suelo y casi no reconoció a su marido.

-Dios mío, Pedro -dijo-. ¿Qué te ha...? -Se arrodilló para ayudarlo, pero retrocedió de golpe cuando olió su aliento-. ¡Estás borracho! -dijo, acusándolo.

-Así es.

-¿Dónde has estado? -preguntó ella.

Parpadeó y luego la miró como si nunca hubiera escuchado esa estúpida pregunta.

El duque y yo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora