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Busan, Corea del sur.
124 días antes de...La vida, en su crudeza, muchas veces puede ser representada como un sendero oscuro y sinuoso. Como un gran océano donde las profundidades rozan lo inexplicable y quien, entre súplicas indescifrables, te susurran como una forma de atracción hacia el abismo. Para Oliver, cada paso que daba parecía llevarlo mucho más profundo en un laberinto de angustia y casi completa soledad; aquella tristeza, que le envolvía como una niebla espesa, impenetrable, que se adhería a su piel, a sus pensamientos y a cada fibra de su ser.
Aquella tristeza que le quitaba todo atisbo de esperanza dejándolo en la nada misma. Era una imagen bastante desalentadora a mi parecer. El miedo se había convertido en su compañero más constante, un espectro que lo seguía en cada rincón de su mente sin siquiera dejarlo respirar; un fantasma que le quitaba hasta el último aliento hasta dejarle moribundo. Débil.
Miedo a ser herido, a ser traicionado por aquellos a quienes él, en su necesidad desesperada de afecto, consideraba cercanos. La idea de que alguien pudiera lastimarlo de nuevo le resultaba tan aterradora que prefería mil veces refugiarse en la seguridad fría de su aislamiento, donde al menos su dolor era más que predecible. Aunque aquel temor no se podía definir precisamente como pasajero, era algo visceral, que lo estremecía y se instalaba hasta lo más profundo de sus huesos, un temor indefinible, o más bien, con poca definición.
En las noches más oscuras, cuando la soledad se volvía más insoportable de lo normal -o en lo que cabe- Oliver temblaba bajo las sábanas, sintiendo como su cuerpo era dominado por la ansiedad que poseía hace tantos años, su respiración se volvía tan errática que había veces que pensaba sobre dejar ese plano -siendo no tan carismáticos en cuanto a eso-. Como si el oxígeno que intentaba inhalar se drenara por alguna rejilla invisible, indetectable, y eso no provocaba nada más que empeorar las cosas.
Los ataques de pánico se hacían cada vez más frecuentes, y su estómago, en constante estado de tensión y estrés, se revolvía al punto de provocar náuseas intensas. Odiaba sentir, pero no lo suficiente como para quitarse la vida, esto era más un reflejo de la importancia que le daba a opiniones externas y el solo pensar que más de uno le dirían cobarde, solo le hundía mucho más de lo que él solo lo hacía. En esos momentos, el deseo de huir, de desaparecer y dejar todo lo que conocía atrás, se volvía totalmente abrumador, robándole el aliento. Quería escapar de la vida, de su vida, del dolor, de su dolor, de sí mismo. Quería huir de aquel odio que se tenía a sí mismo y de todo lo que conllevaba ser él.
Sin embargo, sabía que huir no era una solución viable -además de que aquellos espectros le recalcaban lo inútil que era y todo lo que componía, en sencillas palabras, él-. Sabía que ese peso emocional no desaparecería con la distancia, ni un ápice siquiera; no importa cuán lejos fuera, ese dolor lo seguiría, como una sombra oscura, siempre presente ante los vivos. Hablando literalmente, aunque entran por igual aquellos muertos en vida.
Recordar aquellos momentos de sufrimiento, de traición, de desilusión, era como revivir una herida que nunca iba a cicatrizar, por más que lo intentara. Una y otra vez, las imágenes de su pasado se colaban en su mente, provocando una angustia tan profunda que sentía como le alentaba el corazón de golpe, era como si estuviera atrapado en un ciclo interminable, una espiral descendente de la que no podía escapar. Aún si esto era lo que más deseaba.
¿Por qué nadie hablaba de ese dolor? ¿Por qué parecía que todos lo ignoraban como si no fuera la gran cosa? Oliver se preguntaba eso constantemente. La gente a su alrededor parecía hablar de "dejar ir" con una ligereza que lo enfurecía. Como si soltar los recuerdos, las emociones y las personas, fuera algo simple, como abrir la mano y dejar caer una piedra al suelo. Pero para él, dejar ir era una completa agonía. Era arrancar una parte de sí mismo, una parte que, aunque dolorosa, era una de las pocas cosas que aún lo conectaban con el mundo. Sentía que los demás no comprendían su lucha, su desesperación por aferrarse a algo, a cualquier cosa, que le diera un sentido de pertenencia, de identidad.
Oliver, desde muy joven, había buscado consuelo en las personas que lo rodeaban. Creció con la convicción de que no podía soportar la vida en soledad, así, se aferraba a cualquier relación que le prometiera un poco de compañía, incluso cuando sabía, en lo más profundo de su ser, que esas conexiones no le harían bien. Se lanzaba a los brazos de quienes lo rodeaban, deseoso de encontrar en ellos la validación que tanto anhelaba. Pero esas relaciones, lejos de llenar el vacío que sentía, solo lo arrastraban más hacia el abismo. Eran como espejismos en el desierto, promesas de agua fresca que, al acercarse, se desvanecen en el aire, dejándolo más sediento y desesperado que antes.
Ese ciclo de dependencia y decepción lo había consumido. A lo largo de los años, Oliver había construido una prisión emocional de la que no sabía cómo escapar. Las pastillas que le recetaban los médicos sólo proporcionaban un alivio temporal, un respiro momentáneo en medio de una tormenta interminable. Las evasiones que buscaba, en el alcohol, en los encuentros efímeros, en las noches sin fin, eran solo parches que no podían contener la marea de dolor que lo inundaba.
En su mente, las realidades alternativas se acumulaban como nubes de tormenta. ¿Qué habría pasado si hubiera tomado decisiones diferentes? ¿Si hubiera sido más fuerte? ¿Más decidido? Esas preguntas lo atormentaban, alimentando una sensación de arrepentimiento que lo devoraba por dentro. A menudo se perdía en pensamientos de lo que podría haber sido, de los caminos no tomados, de los amores perdidos y de las oportunidades desperdiciadas. Era como si estuviera atrapado entre el pasado y el presente, incapaz de avanzar, incapaz de dejar atrás el peso de sus decisiones.
Cada día era una lucha constante y totalmente inutil. Una batalla continua entre el deseo de encontrar un propósito, un sentido para su existencia, y la abrumadora realidad de que ese propósito parecía eludirlo; casi como si le tuviera un asco tremendo. Se sentía como un barco a la deriva en un océano tempestuoso, sin un faro que lo guiara, sin un puerto seguro al que dirigirse. A veces, pensaba que todo su esfuerzo era en vano, que estaba condenado a vagar por la vida sin encontrar nunca el significado que tanto buscaba.
Pero, en medio de toda esa oscuridad, había una chispa de esperanza, o eso se repetía cada mañana al despertar y ver que ni la muerte le quería tener cerca. Era pequeña, apenas perceptible, pero estaba allí instalada, Oliver no lo sabía entonces, pero esa pequeña chispa apenas perceptible crecería, convirtiéndose en una feroz llama que se negaría a apagarse. A medida que pasaba el tiempo, y con la ayuda de aquellos que entraron en su vida en los momentos más inesperados, comenzó a darse cuenta de que tal vez había otra manera de vivir, una forma de encontrar paz en medio del caos.
Sin embargo, el camino hacia esa paz no sería tan fácil como pensaba. El destino, como Oliver bien sabía, podía ser cruel, caprichoso e incluso despiadado, sin pensar en quienes o que lastimaría, pues este solo sigue un orden determinado de cosas que deben suceder. Y aunque no entendía del todo lo que significaba "Jung", sabía que ese conocimiento, esa comprensión, sería clave en su búsqueda de redención.
O eso se esperaba, nunca sabemos cuán locos podemos volvernos al intentar cambiar.
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Nunca escriban algo con CAS de fondo, duele más de lo que piensan.
- Lilith.
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Jung ⚘
Teen FictionEn un mundo donde las realidades alternas se cruzan y se desvanecen como fantasmas, Oliver Sallow vive atrapado en una vida de dependencia y sufrimiento. Se aferra a quienes lo lastiman, temiendo más la soledad que el dolor. Para calmar la sensación...