1. bodas de sangre

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La mansión de los Hódar iluminaba sutilmente la arena blanquecina de aquella playa situada en un pueblo perdido de Cantabria. La fachada era de ladrillo, oscura, y se alzaba ante un mar revuelto de mediados de noviembre cubierto por una niebla densa que se acercaba hacia aquel hogar.

Existía una antítesis perfecta entre el interior y el exterior del lugar. Dentro, olía a una mezcla entre rosas y jazmín, resultando casi empalagoso, y el techo alto del salón principal estaba coronado por un gran candelabro que iluminaba la habitación con colores cálidos. La casa estaba impecable, de ello se había encargado Violeta personalmente, dándole a las trabajadoras de la familia la mañana libre para preparar ella a mano todos y cada uno de los detalles, desde la moqueta beige que cubría los peldaños de la escalera hasta los espejos y cuadros, que se cercioró con ayuda de su madre de que estuviesen perfectamente rectos.

En el centro de la sala, una mesa con mantel cosido a mano de hilos blancos y con centros florales también de tonalidades neutras, tenía como centro una tarta de tres pisos, con cobertura blanca y bizcocho de chocolate con un relleno de cereza, culminada con unas figuritas de Chiara y Violeta besándose, sería el centro de todas las miradas. Todo era sencillamente perfecto, no había ni una sola mota de polvo en los muebles y el suelo estaba tan limpio que podías verte en el reflejo.

Los nervios de la pelirroja aumentaban a medida que iban llegando los primeros invitados. Chiara y ella querían hacer del día de su pedida de mano algo íntimo y especial, pero en las altas sociedades eso solía resumirse a unos cien invitados, como mínimo. En realidad creo que ambas perdieron la cuenta a partir de los sesenta.

Al principio, Violeta quería que aquello fuera una sorpresa pero los nervios pudieron con ella y su novia, que la conocía desde hacía cuatro años, y se dio cuenta al día siguiente de que comenzase a planearlo. La apoyó en todo el proceso, excepto aquel día en que la pelirroja se encabezó en que quería ser ella quien dejase listo los preparativos.

Su corazón palpitaba a 120 latidos por minuto, pero se paró en seco cuando vio al amor de su vida bajar las escaleras de su casa. Llevaba un vestido negro con volumen en la parte inferior y escote de corazón que dejaba a la vista sus hombros, decorados por las ondas de su pelo que caían perfectamente sobre los mismos. Sus piernas se veían kilométricas gracias a las medias negras semitransparentes que llevaba puestas, adornadas por un par de Louboutins clásicos cuyo repiqueteo la despertó de su ensoñación.

Cuando la chica llegó a su lado y posó la mano en su hombro, la cual estaba recubierta por un guante negro de seda que le llegaba hasta por encima del codo, sintió todos los nervios disiparse. Chiara solía tener ese efecto en ella. Su imagen se reflejaba en uno de los espejos del salón, ambas sonrieron al verse y Chiara dejó un beso en su mejilla.

– Estás perfecta– susurró en su oído, recorriéndola con la mirada a través del vidrio.

La morena tenía razón, Violeta lucía impecable. El recogido que le habían hecho en la peluquería resaltaba sus facciones marcadas, y el vestido rosa con corsé que se ceñía a la perfección harían que más de uno se preguntase si aquel cuerpo era operado. La falda tenía una caída preciosa, y los guantes de encaje blanco decorados por anillos dorados eran la guinda del pastel. No llevaba casi maquillaje más allá de una sombra de ojos brillante y un gloss en los labios, tampoco es que le hiciera falta más. Sus ojos castaños chocaron con los verdes de su pareja, que le regaló otra sonrisa tranquilizadora.

Ambas se colocaron sus respectivas máscaras. La de Violeta era de nácar, cubriendo sólo media cara, mientras que la de Chiara era negra con brillos y cubría solo el alrededor de sus ojos, resaltando el color de los mismos. Definitivamente, todas las miradas estarían puestas en la pareja.

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