Recordaba la primera vez que había estado en El Sótano, era casi de noche y los perros ladraban y aullaban y hacía un frío que pelaba, recién iniciaba el invierno. No había nadie por aquellos caminos oscuros y tenebrosos, pero me sentí observada por miles de ojos, ojos que nos seguían, que nos espiaban, de voces que cuchicheaban. Me sentí más niña y débil que nunca. Si quieres podemos virar, me dijo Rodrigo cuando paramos bajo un balcón. Yo negué con la cabeza, él nunca me pedía nada, era yo siempre la que acudía a él, Rodrigo, acompáñame a la casa de Minerva, pásame a recoger mañana, llévame a mi casa. Ahora era el momento de ayudarlo. Su padre se había ido y notaba ese miedo en sus ojos, el mismo miedo que lo envolvió cuando su madre se fue, le aterraba la idea de quedarse solo y yo estaba ahí para que viera que podía contar conmigo.
—Braulio, aquí hay alguien que quiere verte. —dijo mi acompañante cuando iba entrando a la casa.
No entré, me quedé en el portal esperando a que el aludido diera la cara, debatiéndome entre la idea de esperarlos o aprovechar y correr en sentido contrario.
Unos pasos resonaron y supe que la segunda opción estaba descartada. Braulio, un hombre de unos cuarenta, calvo, mucho más bajo que el Tuerto, acababa de salir. Su cara estaba dividida por una cicatriz mucho más horrible de lo que recordaba, según contaban se la habían hecho siendo solo un adolescente y se había vengado degollando a su agresor, su padrastro.
—Me dijo aquí mi amigo, que acabas de decirle algo que hace tiempo no escuchábamos y menos viniendo de una niña. ¿Me lo puedes repetir?
—Quiero ver al que está perdido, perder lo que tengo, si es necesario, y servir al que a todos puede encontrar.
—¿Quién te enseñó eso? —preguntó Braulio con un tono de desconfianza. Al parecer al Tuerto le parecía graciosa la escena.
Decidí que lo mejor era ir al grano. Estábamos fuera, tenía más probabilidades de escapar que si entrábamos y cerraban la puerta.
—Soy de aquí y sé que me puedes ayudar con una cosa. Soy amiga de Gerardo y su hijo…
—¿Y qué hay con eso? —La voz de Braulio se espesó. Creí ver una sombra en sus ojos.
—Sé que trabajaba para ti. Como sabrás, desapareció junto con su hijo hace unos días. Me preguntaba si sabes algo al respecto.
Los dos se miraron y sentí que me encogía, que me hacía chiquitita, como una mota de polvo a punto de desaparecer. Algo no andaba bien, lo vi en sus ojos, en la manera en la que me miraron, en la manera en la que hablaron. No los escuchaba, mis oídos pitaban. Peligro. Peligro. Peligro. Y en ese momento la peor de las ideas acudió a mi pobre cerebrito. ¿Y si habían sido ellos, y si ellos los habían desaparecido como mismo habían hecho con todos esos que entraban y no volvían?
—¿De quién eres hija?
—Del bodeguero. —tuve que decirlo aun sabiendo que estaba poniéndome y poniendo, al mismo tiempo, en peligro a mis padres.
—Con razón tus ojos me parecían conocidos. Eres hija de ese maldito borracho.
El estómago se me encogió. Me entraron deseos de vomitar allí mismo, pero me aguanté.
—Conozco a tu papá —me contó Braulio—, estudiamos juntos, no sé si te habrá dicho.
Sí que me lo había dicho. Justo él me había contado lo de su herida y todo lo que sucedió después de que saliera de la cárcel. Asentí con rapidez al notar que ambos me miraban fijamente.
—Por él te contaré esto, pero no se lo puedes decir a nadie, no aun. —asentí nuevamente invitándolo a continuar aunque no estaba segura de querer que lo hiciera. Tenía más miedo que nunca de lo que podría decir. Al final lo soltó.
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El silencio del laberinto.
القصة القصيرةLa desaparición de un chico da inicio a una historia plagada de misterios, fantasías, añoranza, miedos y, ¿por qué no? la búsqueda personal de la propia protagonista en un laberinto donde lo primordial es siempre encontrar la salida. ¿Logrará María...