—¿Y tú, Lira? —concluyó su historia con una pregunta.
Al principio no comprendí a qué se refería, pues me detuve más en el hecho de que dijo mi nombre por primera vez en voz alta y que yo aún no había hecho lo mismo con el suyo. Amada era un nombre no muy común, un poco largo, pero bastante bonito y hasta profundo. El mío, según mi mamá, fue el que dijo que combinaba mejor con los apellidos.
La miré con ojos entrecerrados, procesándolo.
—¿Yo?
Amada asintió con ánimos y curiosidad, aunque pronto notó que necesitaba ser más específica.
—¿Por qué estás aquí?
Puede que la respuesta fuera sencilla a simple vista; "porque tengo que cuidar a mi tía". De hecho, era creíble mencionarlo así y no profundizar más. Cuando Amada me preguntó por qué estaba en casa de los Figueroa, divagué unos segundos que se sintieron eternos. Sí, estaba para ayudar, pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que yo cayera en cuenta de por qué aquella decisión se tomó tan de repente.
Y claro, era el problema más recurrente en mi familia. A veces se iba rápido, pero esta vez en serio parecía que mis padres estaban cerca del divorcio. Aunque, pensándolo bien, siempre parecían cerca y al final nada ocurría.
Por lo general la culpa era de mi mamá. Ella iniciaba siempre con sus inseguridades y acusaciones sin mucho fundamento, la que aplicaba la ley del hielo cuando estaba enojada y que, aunque estuviera molesta con mi papá, a mí también me lo hacía. Nos dejaba de hablar días enteros, como si no existiéramos. Podía llegar incluso al extremo de ni siquiera hacer la comida, limpiar la casa o atender alguna de nuestras urgencias.
Cuando empecé a ser consciente de lo que era la ley del hielo y lo lejos que mi mamá era capaz de llevarlo, apenas era una niña. Como estaba en una etapa de acusaciones, no había hecho de comer esa tarde y yo me moría de hambre. Por más que me acerqué a ella y le hablé para preguntar qué comeríamos, solo me respondió con un "ahorita" unas cuántas veces y, ante mi insistencia, solo se calló y se fue.
No recuerdo bien qué tomé del refrigerador en mi desesperación, pero me hizo daño y me dolió mucho el estómago. Entre lágrimas le dije a mi mamá que me sentía mal, pero me ignoró por completo. Tuve que aguantarme ese dolor unas cuántas horas, hasta que mi papá llegó del trabajo y fue a la farmacia a buscarme un remedio.
Tras ese primer incidente, mis padres hablaron en privado, resolvieron sus diferencias y las cosas volvieron a la normalidad.
Estos comportamientos ocurrían unas cuántas veces al año, tal vez unas dos o tres. Todas acababan en reconciliación, pero desde una edad temprana aprendí a saber qué hacer cuando la ley del hielo congelaba nuestra casa.
Aprendí a elegir mejor la comida, al menos. Y ya no me tomaba personal que no quisiera hablarme. Podía existir con facilidad por las próximas horas o días, pedirle las cosas a mi papá y simplemente esperar. Llegados los dieciocho, solo buscaba el dinero y salía a comprar la comida, limpiaba el suelo y los pocos trastes, volvía a mi habitación para leer mis libros y revistas, con la grabadora de música encendida.
A veces disfrutaba de la ley del hielo. Mi mamá no me pedía que recogiera mi cuarto, que bajara el volumen o que hiciera mandados. Eran pequeños periodos sin autoridad que más bien tomaba con mucha calma. Pero eso no evitaba que a ratos me doliera el corazón.
No solo por la idea de que mis padres se divorciaran y tuviera que quedarme con ella, sino porque me parecía injusto ser ignorada también. Con el tiempo dejé de preguntármelo y lo acepté, con todo y el dolor emocional incluido.
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El desierto no está solo [ACTUALIZANDO]
Ficción GeneralA inicios de los 2000, Lira Figueroa debe viajar a Arizona para cuidar de su tía, que está en cama. Pero después de pasar semanas de exhaustivo trabajo limpiando, atendiendo enfermos y cuidando a sus primos y sobrina, todos se dan cuenta de que nece...