El sol se estaba poniendo en el horizonte, pintando el cielo con colores anaranjados y rosados que parecían reflejarse en las olas chocando contra los acantilados. El autobús, viejo y deteriorado, viajaba a paso lento por la sinuosa carretera costera, dejando los restos de la metrópoli atrás mientras se acercaba a un destino donde el tiempo parecía fluir de manera distinta. Sara, cansada pero curiosa, se sentó en la ventana y observó el paisaje. Aunque eran muchas horas de viaje, la calma del mar y la tranquilidad de los acantilados despertaban en ella una sensación de atención y anticipación. Tenía conciencia de que este viaje no era como los demás.Mientras el autobús reducía la velocidad, el conductor, un hombre mayor con el rostro curtido por el sol, anunció en voz alta: "Última parada: Puerto Esperanza." Sara se puso de pie, estiró sus piernas y agarró su mochila. En el momento en que salió del autobús, fue recibida de inmediato por el aroma a sal y los gritos de las gaviotas, dándole una cálida recepción a aquel encantador pueblo junto al mar.
Puerto Esperanza. Un lugar del que apenas tenía conocimiento, pues hace semanas en una charla de café su amiga Inés mencionó lo maravilloso que había sido su última experiencia allí. "Debes ir", le había dicho, "Es como si el tiempo no hubiera transcurrido. Además, hay un faro... deberías verlo. Es simplemente mágico". Sara no estaba segura en ese momento, pero algo en lo que Inés describió se quedó girando en su cabeza. Sara, después de varias semanas sin poder encontrar inspiración y sintiéndose frustrada por la falta de ideas para su próximo artículo, tomó la decisión de que era momento de buscar un nuevo entorno. Y parecía que Puerto Esperanza era el lugar perfecto para eso.
El pueblo, situado a orillas de una hermosa bahía natural, irradiaba un encanto pintoresco.En cada rincón de las angostas calles empedradas se podían apreciar casas pintadas en tonos suaves, con tejados cubiertos de tejas rojas. Pequeñas tiendas locales, adornadas con letreros artesanales, resistían valientemente al avance imparable de la modernidad y conservaban así Desde la distancia, en una colina rocosa que se erguía sobre la costa, podía verse el viejo faro de Santa Lucía. Era precisamente este faro lo que había motivado a Sara para venir aquí.
Desde mi posición, el faro se veía como un guardián solitario, contemplando el mar con una tristeza silenciosa. La estructura, blanca y descascarada, revelaba claramente los daños causados por el paso del tiempo y la falta de cuidado. A pesar de estar lejos, Sara experimentó una extraña fascinación por ese lugar. En la soledad del faro, había algo que resonaba en ella de manera profunda, una incomprensible conexión que apenas estaba empezando a comprender.
**Un Hogar Temporal**
Sara caminó arrastrando su maleta por las calles del pueblo, siguiendo diligentemente las anotaciones que había hecho en su cuaderno. Al cabo de unos minutos, arribó a **La Posada del Mar**, un hospedaje al cual había reservado con una semana de anticipación mediante una llamada telefónica. La posada tenía una fachada acogedora con contraventanas azules y geranios en los balcones, lo que la tranquilizó al instante.
Cuando ingresó, se encontró con **Doña Emilia**, la propietaria del lugar. Doña Emilia era una mujer de mediana edad que siempre tenía una cálida sonrisa en su rostro y unas manos hábiles fruto de años de arduo trabajo. Ella lucía un peinado recogido en un moño apretado y llevaba puesto un delantal de flores, lo que la hacía parecer materna.
-¡Bienvenida a Puerto Esperanza! Me parece que eres Sara -dijo Doña Emilia emocionada al coger la maleta de la joven-. Deseo que hayas tenido un viaje tranquilo. Aunque este lugar puede encontrarse un poco apartado, te aseguro que merece la pena visitarlo.
La amabilidad de la posadera provocó que Sara mostrara una sonrisa llena de gratitud. A pesar de la duración del viaje, sentía la necesidad de tomar un momento para relajarme. -Eso es lo que muchas personas buscan al venir acá. Escapar del ruido, de la prisa. En este lugar todo es tranquilo y se vive a un ritmo más relajado. Estoy segura de que hallarás lo que andas buscando. La habitación de Sara era modesta pero agradable. En el lugar, las paredes estaban decoradas con fotografías antiguas de la localidad y los muebles, fabricados en madera, contaban con el estilo rústico característico que se acostumbraba encontrar en un espacio como ese. La vista del mar desde la ventana era tan hermosa que dejaba sin aliento. Desde aquel lugar, se podía ver el distante faro, que lucía solitario y majestuoso. Se tumbó en la cama, dejando escapar un suspiro profundo. En ese momento, solo necesitaba tranquilizarse y dejarse llevar. Un paseo por la costa. Después de llegar y acomodarse, Sara disfrutó del té que amablemente le ofreció Doña Emilia antes de decidir dar un paseo por la playa. Su objetivo era acercarse al faro y admirarlo con detenimiento. Salió de la posada con su cuaderno y cámara en mano para explorar un sendero que bordeaba la orilla del mar. El sonido relajante de las olas chocando contra las rocas lo cautivó y el aire fresco que despejaba su mente lo hizo sentir renovado. A medida que avanzaba, el faro se hacía cada vez más grande y su presencia se volvía aún más imponente. Aunque era consciente de su abandono, el lugar parecía lleno de vida, como si las historias que albergaba estuvieran latentes en su interior y desearan ser contadas. La piel le ponía de gallina debido a la sensación misteriosa que generaba la estructura de ladrillo blanco con sus manchas salitrosas y el paso del tiempo.
Mientras ascendía por la colina de roca que llevaba al faro, Sara avistó a un anciano sentado en una piedra, contemplando el mar mientras sostenía su caña de pescar. Parecía tener raíces tan profundas en ese lugar como las propias rocas.
-¿No te parece que este lugar es impresionante? -dijo el hombre, manteniendo la mirada fija en el horizonte.
Aunque se sorprendió al escucharlo, Sara asintió con una sonrisa.
-Sí, lo es. Recién llegué al pueblo y lo que más deseaba visitar era el faro.
El hombre, con la piel bronceada por el sol y una barba gris bien arreglada, la observó atentamente.
-Oh, qué bonito es el faro de Santa Lucía. Él es objeto de muchas historias contadas. Con una sonrisa burlona, agregó que hay quienes afirman que está maldito.
-¿Maldito? -Sara alzó una ceja, llena de curiosidad-. Sería maravilloso poder escuchar esas historias.
El hombre soltó una suave risa, como si hubiera estado esperando esa respuesta.
-Mi nombre es **Javier** -dijo mientras ofrecía su mano áspera-. Conozco este pueblo desde que nací, y te aseguro que el faro esconde más misterios de los que puedas imaginar.
Sara apretó su mano, percibiendo la firmeza de sus dedos y la evidencia del paso del tiempo en su piel.
-Soy Sara, periodista -respondió con la sensación de que esa coincidencia no sucedía por casualidad-. Vine aquí con el propósito de redactar un artículo sobre el faro, por lo tanto, cualquier relato que puedas compartir sería de gran ayuda.
Javier la observó con una mirada reflexiva y asintió.
-Voy a compartir contigo algunas historias, ¿verdad? Sin embargo, hay cosas que es preferible dejar intactas. Este faro ha presenciado un sinfín de tragedias. Algunos afirman que aquellos que intentan desenterrar el pasado aquí acaban quedando atrapados en él.
A pesar de que habló en un tono tranquilo, las palabras dichas por él resonaron profundamente en Sara. Su mirada insinuaba que hablaba con un propósito, no por decir cualquier cosa. Aunque lejos de asustarla, dicha advertencia despertó en ella una curiosidad aún mayor.
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El Horizonte de los Recuerdos
Short StoryEn un pequeño pueblo costero, un faro abandonado, rodeado de secretos y leyendas, ha sido testigo de muchas historias a lo largo de los siglos. Los habitantes lo consideran sagrado, y Sara, una joven periodista, llega al pueblo en busca de inspiraci...