Sara observó cómo Javier se alejaba, sus pasos resonando suavemente sobre el sendero empedrado que bordeaba la costa. El sonido del mar rompiendo contra las rocas llenaba el aire, pero en ese momento parecía distante, como si el pueblo y el faro existieran en una burbuja aislada del resto del mundo. La advertencia de Javier, aunque envuelta en amabilidad, no dejaba de retumbar en su mente.
"Algunas historias es mejor dejarlas enterradas", había dicho.
Sara estaba familiarizada con ese tipo de advertencias. Había crecido con un padre que solía decirle que "lo que no se busca, no se encuentra". Pero ahora, como periodista, su naturaleza la impulsaba a buscar respuestas en los lugares más insospechados, a hurgar donde otros preferían no mirar. ¿Qué secretos guardaba este faro para que un hombre tan sereno como Javier se tomara el tiempo de advertirle que tuviera cuidado?
A pesar de la creciente oscuridad y del frío que comenzaba a instalarse con la caída del sol, Sara decidió subir hasta la base del faro. Sabía que si esperaba más tiempo, el día terminaría y quizás perdería la oportunidad de explorar lo que le había llevado hasta allí. Tomando aire, comenzó a ascender por el estrecho sendero que conducía hacia la cima de la colina donde el faro de Santa Lucía se erguía majestuoso, como un centinela en el tiempo.
El camino era empinado y resbaladizo en algunas partes, debido a la humedad que emanaba del mar cercano. La niebla comenzaba a asentarse sobre el paisaje, difuminando los contornos de las rocas y dándole al faro un aire aún más espectral. A medida que se acercaba, Sara notaba los estragos del tiempo en su estructura: la pintura blanca del faro se había desprendido en algunas áreas, y la madera de las puertas y ventanas se veía gastada y corroída por la sal del mar.
Sin embargo, lo que más le llamaba la atención no era el estado de abandono del edificio, sino la sensación que emanaba de él. Una mezcla de nostalgia y melancolía, como si el faro mismo fuera consciente de las historias que había presenciado y las hubiera absorbido, volviéndose una parte intrínseca de su estructura.
Finalmente, llegó a la base del faro. La puerta de madera parecía maciza, aunque los años la habían deformado levemente. Sara probó el pomo, pero estaba cerrado. Dio un paso hacia atrás y contempló el edificio con atención. Recordó las palabras de Javier, sobre las leyendas y misterios que rodeaban aquel lugar. ¿Qué era lo que él sabía y que no estaba dispuesto a contar?
La niebla comenzaba a espesarse cuando Sara decidió rodear el faro. El viento silbaba, agitando los cabellos sueltos que se escapaban de su coleta. Mientras caminaba alrededor de la estructura, una sensación incómoda empezó a instalarse en su pecho. No estaba sola. Esa era la impresión que tenía, aunque no veía a nadie a su alrededor. La soledad del faro y el sonido del mar se mezclaban con una inquietud que se intensificaba con cada paso que daba.
De repente, un susurro suave, casi inaudible, rompió el silencio. Sara se detuvo en seco, conteniendo el aliento, tratando de escuchar mejor. Parecía venir desde alguna parte cercana, pero con la niebla y el eco de las olas era difícil de determinar. ¿Había alguien más allí? Giró sobre sus talones y escrutó la niebla, esperando ver alguna figura emerger, pero no había nada.
"Seguramente es el viento", se dijo a sí misma, aunque no estaba convencida.
El susurro volvió, esta vez más claro. Sonaba como una voz, pero las palabras eran imposibles de descifrar. Sara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. A pesar de que se había prometido no dejarse intimidar por las advertencias de Javier, la atmósfera alrededor del faro empezaba a resultarle opresiva.
"Quizás sea mejor regresar", pensó.
Decidida a volver al pueblo, dio un paso hacia el sendero por el que había venido, pero se detuvo cuando algo en el suelo llamó su atención. Entre la niebla, casi oculto bajo una capa de hojas húmedas y barro, había un objeto metálico que relucía bajo la escasa luz del crepúsculo. Sara se agachó y lo recogió. Era una pequeña medalla de plata, circular, con una estrella grabada en su centro. Tenía el borde desgastado, como si hubiera pasado mucho tiempo a la intemperie.
El hallazgo la inquietó. No era el tipo de cosa que uno encontraría casualmente en un lugar tan desolado. Miró alrededor una vez más, intentando descifrar alguna explicación, pero solo el faro y la niebla la rodeaban. Guardó la medalla en su bolsillo y comenzó a caminar de vuelta hacia el pueblo, sintiendo que el aire se volvía más denso a cada paso que daba
Cuando llegó de nuevo a la Posada del Mar, el ambiente acogedor del lugar contrastaba radicalmente con el frío y la humedad del exterior. Doña Emilia, la dueña, la recibió con una sonrisa amable desde detrás del mostrador, y el aroma de un estofado casero llenaba el aire. Sara sintió un alivio momentáneo al estar de vuelta en un lugar familiar.
—Espero que hayas tenido una tarde interesante —comentó Doña Emilia mientras secaba una taza con un paño de cocina—. ¿Fuiste a ver el faro?
—Sí —respondió Sara, mientras intentaba sacudirse la sensación incómoda que aún la acompañaba—. Es... impresionante, aunque bastante solitario.
La mujer asintió lentamente, como si entendiera más de lo que estaba dispuesta a decir.
—Ese faro ha visto más de lo que la gente imagina. Muchos vienen a Puerto Esperanza atraídos por sus leyendas, pero pocos se quedan el tiempo suficiente para conocerlas de verdad. Hay quienes dicen que guarda secretos que es mejor no desenterrar.
Sara sintió que las palabras de Doña Emilia resonaban con las de Javier. Era como si todos en el pueblo supieran algo que ella aún no lograba comprender.
—¿Qué tipo de secretos? —preguntó, intentando sonar casual.
Doña Emilia la miró durante un largo segundo antes de responder.
—Historias de naufragios, desapariciones... y algunas más antiguas, que hablan de tiempos en los que el faro no solo era una guía para los marineros, sino también para aquellos que huían de algo. Pero no quiero asustarte. Al fin y al cabo, muchas de esas historias no son más que eso: cuentos.
Sara asintió, aunque en su interior no podía dejar de pensar que había algo más. Le dio las gracias a Doña Emilia y subió a su habitación, donde se dejó caer en la cama, cansada pero con la mente acelerada. Sacó la medalla del bolsillo y la estudió a la luz de la lámpara. Era simple, pero el grabado de la estrella en su centro tenía algo que le resultaba inquietante. La sostuvo en la palma de su mano por unos minutos, contemplándola, antes de decidir guardarla en su bolso.
Esa noche, Sara durmió intranquila. A pesar del cansancio que sentía, su mente no parecía dispuesta a desconectar. Soñó con el faro, con su torre elevándose hacia el cielo, y con una figura borrosa que la observaba desde lo alto. En su sueño, se veía a sí misma subiendo las escaleras de caracol del faro, sintiendo el eco de sus pasos resonar en las paredes. A medida que ascendía, la niebla se hacía más densa, envolviéndola hasta que le costaba respirar.
Cuando llegó a la cima, la puerta que daba al exterior estaba abierta de par en par, y más allá solo había oscuridad. Sara intentó acercarse para ver mejor, pero cuando lo hizo, una ráfaga de viento la empujó hacia atrás, haciéndola tambalearse. Y entonces, en la penumbra, vio algo que la heló hasta los huesos: la misma medalla de plata que había encontrado, flotando en el aire, girando lentamente como si alguien invisible la sostuviera.
Despertó sobresaltada, con el corazón latiendo con fuerza. Afuera, el viento seguía soplando, pero todo parecía en calma. Sara se prometió a sí misma que descubriría qué se escondía en el faro, sin importar las advertencias.
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El Horizonte de los Recuerdos
Short StoryEn un pequeño pueblo costero, un faro abandonado, rodeado de secretos y leyendas, ha sido testigo de muchas historias a lo largo de los siglos. Los habitantes lo consideran sagrado, y Sara, una joven periodista, llega al pueblo en busca de inspiraci...