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En Londres, las mujeres florecían como las flores, demostrando belleza y una mentalidad refinada, listas para un contrato llamado matrimonio. Quién se encargaba de su preparación era la institutriz Harrison, moldeando a futuras damas con intelecto y modales elegantes, destinadas a debutar en la corte y evitar convertirse en mujeres rebeldes.
Los hombres, por su parte, lideraban tanto en el trabajo como en el hogar. La mujer se encargaba de criar a los hijos, mientras que el padre, como sostén de la familia, imponía su voluntad. La mujer no podía oponerse.
Amelia Harrison había perdido a sus padres a una edad temprana, junto a su hermana mayor Anastasia. Ambas fueron criadas por su abuela, Mary Harrison, quien las educó y formó como señoritas. Amelia era soñadora y aventurera, no le gustaba estar bajo las cuatro paredes del instituto. Consideraba que la estaban preparando para una pesadilla en la que las mujeres perdían su voz y voto.
No tenían derechos y, al convertirse en esposas, la situación empeoraba: se dedicaban al hogar, eran procreadoras, y sus sueños morían al firmar el contrato matrimonial. Pero, ¿qué más podía esperar? Era lo que debía soportar siendo la nieta de la institutriz más prestigiosa. Tenía que cumplir con las expectativas, sin importar sus propios deseos.
Por otro lado, Sherlock, un detective de alto rango, era un hombre solitario. Aunque tenía hermanos, siempre se mantenía reservado. Su padre había fallecido tiempo después, y él decidió seguir su propio camino, dejando su familia atrás.
No mostraba sentimientos, y muchos lo describían como un hombre de piedra. Sin embargo, él creía que era mejor estar solo que mal acompañado. Reconocido por su intelecto y astucia, había logrado descifrar numerosos casos, lo que hacía que todos acudieran a él en busca de soluciones.
¿Qué pasa cuando dos personas tan diferentes se ven involucradas en una tragedia? Un evento devastador marcó a Londres, provocando temor y pánico entre sus habitantes.
