Capítulo 22

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Sabrina Moore

Me despierto tarde, sintiendo la suavidad de las sábanas sobre mi piel. Hoy acaba el tratamiento del embarazo, lo que significa que finalmente puedo dar rienda suelta a la intimidad que he estado evitando por tanto tiempo. Mi cuerpo se siente más ligero, como si por fin pudiera volver a ser yo misma.

Salgo de la cama, estirándome mientras los rayos del sol iluminan la habitación. Pero al notar el espacio vacío a mi lado, me doy cuenta de que Maximiliano ya no está. El silencio en la casa me envuelve, y una pequeña inquietud comienza a formarse en mi pecho.

Me pongo de pie, buscando cualquier señal de su paradero. "¿Dónde estará?", me pregunto mientras salgo del cuarto, intentando no darle demasiada importancia al hecho de que ni siquiera me haya despertado.

Me acerco a la cocina, esperando al menos el consuelo de un desayuno preparado, pero la cocina está vacía, y el estómago me ruge de hambre. Sobre la mesa hay una nota que parece burlarse de mí:

«Fuimos a correr al bosque, si despiertas, hazte algo de desayunar».

Un suspiro pesado escapa de mis labios mientras cruzo los brazos, tratando de no explotar.

Ah, qué cabrón. Te fuiste con tu ex a correr y Samantha que se chingue. ¿Para qué me acostumbras a estas pequeñas cosas, como hacerme el desayuno, si luego te largas así?

El resentimiento comienza a crecer, acompañado de una punzada en el pecho que no esperaba sentir hoy.

Hoy es mi maldito cumpleaños... y ni siquiera se acordó.

Pequeñas lágrimas se deslizan por mis mejillas mientras abro el refrigerador y saco el cartón de huevos, intentando concentrarme en algo tan sencillo como hacer un desayuno para distraerme. No quiero que este día, que se suponía especial, se arruine desde temprano.

Las limpio con el dorso de mi mano, negándome a dejar que el dolor y la frustración tomen el control.

Ay, equis, como si no hubiera cumpleaños peores...

Me dispongo a prepararme mi huevito con jamón y trato de ignorar el vacío en mi pecho. El sonido del sartén chisporroteando me da un poco de calma, mientras tarareo la canción que mi abuela me cantaba cada cumpleaños. Ese pequeño recuerdo me arranca una leve sonrisa, pero se disuelve al escuchar el ruido del auto de Maximiliano acercándose.

Mi corazón late con furia y desesperación. Sirvo mi comida en un plato, pero, antes de que entren a la casa, corro hacia la habitación con el plato en las manos, evitando cualquier tipo de encuentro.

—¡Sam! ¿Se te quemó algo? —grita Max desde la entrada, ajeno a mi frustración.

Miro mi huevito, chamuscado por un lado y a medio cocer por el otro. Las lágrimas vuelven, arrastrándome a una mezcla de impotencia y enojo. Me siento patética, inservible, y en un arrebato de ira arrojo el plato contra la pared, viendo cómo los pedazos se esparcen por el suelo. Me dejo caer en la cama, sollozando con fuerza, mientras mi pecho se siente como si fuera a estallar.

Escucho los pasos de ambos acercándose apresuradamente, pero la puerta está cerrada con seguro. Maximiliano comienza a golpearla, su voz preocupada me llega desde el otro lado.

—¡Sam, ábreme! ¿Qué pasa? ¡Déjame entrar, por favor!

Me tapo los oídos con las manos, deseando desaparecer, deseando que ni él ni Bianca estuvieran aquí, arruinando lo que debería haber sido un día especial. Todo se siente tan abrumador y pesado.

—¿Qué hacemos? —escucho la voz de Bianca, baja y distante. Su tono molesto solo agrava mi angustia.

—¡Sam! —insiste Max, golpeando de nuevo—. Hablamos, por favor, sé que estás ahí.

ESCLAVA DEL ENGAÑO [EN CORRECCIONES]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora