Paco, Loren y yo formábamos un equipo bien conjuntado, convirtiéndonos en los primeros vendedores de seguros de nuestro grupo de zona, nuestra técnica en equipo funcionaba a las mil maravillas, no teníamos rival y nuestra facturación había sido la más destacada sacando gran ventaja al resto de compañeros. Por eso es que nos habíamos convertido en una pequeña gran familia. Yo nunca había tenido un problema por el hecho de ser una mujer ante dos hombres y siempre habían sabido combinar la caballerosidad con la igualdad a la hora de tomar decisiones y hacer un buen trabajo.
Loren era el jefe de grupo, a sus 45 años ya no le tenía que enseñar nadie lo que era vender o visitar a todo tipo de gente, conocía cada respuesta, cada carácter, cada personalidad, sabía afrontar los problemas y como tratarlos en cada momento, a su edad se conservaba muy bien, quizá le delataba su pelo medio canoso, pero estaba catalogado en esa franja de lo que se llama «hombre maduro interesante» y apetecible. Paco, era bastante más joven, con 30 años había aprendido mucho de su jefe pero sus dotes estaban en la habilidad de la palabra y sobretodo de su atractivo, la verdad es que estaba muy bueno y tenía unos labios preciosos, él también conseguía convencer al más indeciso, además de que todas las chicas se le rifaban, si le tocaba una mujer mayor, que era su especialidad, la venta estaba más que asegurada. A mí, sin duda, no me hacía falta abrir la boca, con dos compañeros así, estaba todo prácticamente hecho, además por mi juventud, 22 años, hacía más refrescante al grupo, por lo que la mayoría de los clientes varones eran para mí y lo cierto es que yo era un buen partido, jeje. Por entonces yo tenía una melena lisa de color rubio intenso procurando ir a cada visita bien peinada y maquillada, mis ojos verdes y una dulce sonrisa formaban parte de mis atributos para una buena venta, un pecho grande y bien colocado y unas largas piernas que solía lucir con faldas cortas, todo eso también influía para hacer más fácil la labor.
Aquel Martes, estaba «todo el pescado vendido» y nos disponíamos a regresar a Madrid, el día era muy frío y de seguro que nos encontraríamos con nieve por el camino. Teníamos 2 horas de camino hasta casa y preferimos no correr con el coche, pero a los pocos kilómetros la nieve hizo su aparición y a pesar de que eran cuatro copos, nos preocupaba a medida que íbamos subiendo el puerto. La nieve empezó a ser copiosa y la carretera cada vez más resbaladiza. Paco era un gran conductor, pero no pudo evitar que el coche le hiciera algún que otro quiebro y el susto correspondiente para todos. Llegó un momento en el que las ruedas del coche eran incapaces de coger una rodada limpia y la cosa se puso realmente seria.
—Deberíamos parar —dije bastante asustada.
—No podemos parar aquí, nos quedaríamos congelados toda la noche. —Contestó Paco.
—Estoy asustada. —Insistí.
—No te preocupes, dentro de un par de kilómetros hay un motel de carretera, vamos a intentar llegar. —Interpuso Loren.
Después de unos cuantos derrapes, una noche cerrada y una nevada más que abundante conseguimos llegar hasta el pequeño hotelito, que se nos hacía más acogedor de lo que nunca hubiéramos imaginado.
Llegamos a recepción y solicitamos 3 habitaciones sencillas.
—Lo siento señores, el hotel está completo. —Nos comunicó el recepcionista.
—Pero ¿no le queda ninguna? —preguntó Paco.
—Nada, está todo a tope, con esta nevada, ya se sabe... bueno tengo una habitación que se está reformando, pero no tiene calefacción y pasarían mucho frío, además solo tiene una cama.
Los tres nos miraron indecisos, la verdad es que a pesar de nuestra confianza y camaradería nunca habíamos tenido que pasar por una situación parecida y mucho menos tener que compartir una habitación, teniendo en cuenta que eran dos hombres y yo, pero la cosa era irremediable, o eso o nada.