Sábado, 20 de junio de 1942

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Sábado, 20 de junio de 1942

Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No solo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesaría las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más de desahogarme y sacarme de una vez algunas espinas. «El papel es más paciente que los hombres.» Me acordé de esta frase uno de esos días medio melancólicos en que estaba sentada con la cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente me puse a cavilar sin moverme de donde estaba. Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.
He llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga.
Para ser más clara tendré que añadir una explica- ción, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres muy buenos y una hermana de dieciséis, y tengo como treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de admiradores que tratan de que nuestras miradas se crucen o que, cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las chicas que conozco lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas. Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa el asunto es que las cosas son como son y lamentablemente no se pueden cambiar. De ahí este diario.
Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo e e el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi historia! (¡Como podría oser tan tonta de olvidármela!) Como nadie entendería nada de lo que fuera a contarle a Kitty si lo hiciera así, sin ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de mi vida, por poco que me plazca hacerlo.
Mi padre, el más bueno de todos los padres que he conocido en mi vida, no se casó hasta los treinta y seis con mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926 en Alemania, en Francfort del Meno. El 12 de junio de 1929 la seguí yo. Viví en Francfort hasta los cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa»mi padre se vino a vivir a Holanda en 1933, donde fue nombrado el director de Opekta, una compañía holandesa de preparación de mermeladas. Mi madre, Edith Holländer, también vino a vivir a Holanda en septiembre, y Margot y yo fuimos a Aquisgrán, donde vivía mi abuela. Margot vino a Holanda en diciembre y yo en febrero, cuando me pusieron encima de la mesa como regalo de cumpleaños para Margot.
Pronto empece a ir al jardín de infancia del colegio Montessori, y allí estuve hasta cumplir los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela primaria. En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos mucho al despedirnos a fin de curso y lloramos las dos, porque yo había sido admitida en el liceo judío, al que también iba Margot.
Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se había quedado en Alemania seguía siendo víctima de las medidas antijudías decretadas por Hitler. Tras los pogromos de 1938, mis dos tíos maternos huyeron sanos y salvos a Norteamérica; mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir con nosotros.
Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás: primero la guerra, luego la capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los judíos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco en coches particulares; los judíos solo pueden hacer la compra desde las tres hasta las cinco de la tarde; solo pueden ir a una peluquería judía;no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; no les esta permitida la entrada en las piscinas mi en las pista de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les esta permitido practicar remo; no les esta permitido practicar ningún deporte en público; no les esta permitido estar sentados en sus jardines después de las ocho de la noche, tampoco en los jardines de sus amigos; los judíos no pueden entrar en casa de cristianos; tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas por el estilo. Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido».
En el verano de 1941, la abuela enfermó gravemente. Hubo que operarla y mi cumpleaños apenas lo festejamos. El verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había terminado la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1940. Nadie sabe lo mucho que pienso en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos festejado para compensar los anteriores, y también tuvimos encendida la vela de la abuela.
Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy, 20 de junio de 1942, fecha en que estreno mi diario con toda solemnidad.

Sábado, 20 de junio de 1942

Querida Kitty:
Empiezo ya mismo. En casa está todo tranquilo. Papá y mamá han salido y Margot ha ido a jugar al ping-pong con unos chicos en casa de su amiga Trees. Yo también juego mucho al ping-pong últimamente, tanto que incluso hemos fundado un club con otras cuatro chicas, llamado «La Osa Menor menos dos». Un nombre algo curiosa, que se basa en una equivocación. Buscábamos un nombre original, y como las socias somos cinco pensamos en las estrellas, en la Osa Menor. Creíamos que estaba formada por cinco estrellas, pero nos equivocamos: tiene siete, al igual que la Osa Mayor. De ahí lo de «menos dos». En la casa de Ilse Wagner tienen un juego de ping-pong, y la gran mesa del comedor de los Wagner está siempre a nuestra disposición. Como a las cinco jugadoras de ping-pong nos gusta mucho el helado, sobre todo en verano, y jugando al ping-pong nos acaloramos mucho, nuestras partidas suelen terminar en una visita a alguna d ellas heladerías más próxima abiertas a los judíos, como Pase o Delphi. No nos molestamos en llevar nuestros monederos, porque Pase está generalmente tan concurrido que entre los presentes siempre hay algún señor dadivoso perteneciente a nuestro amplió círculo de amistades, o algún admirador, que nos ofrece más helado del que podríamos tomar en toda una semana.
Supongo que te extrañaba un poco que a mi edad te esté hablando de admiradores. Lamentablemente, aunque en algunos casos no tanto, en nuestro colegio parece ser un mal ineludible. Tan pronto como un chico me pregunta si me puede acompañar a casa en bicicleta y entablamos una conversación, nueve de cada diez veces tiene la maldita costumbre de apasionarse y no quitarme los ojos de encima. Después de algún tiempo, el enamoramiento se le va pasando, sobre todo porque yo no hago mucho caso a sus miradas fogosas y sigo pedaleando alegremente. Cuando a veces la cosa pasa de castaño oscuro, sacudo un poco la bici, se me cae la cartera, el joven se siente obligado a detenerse para recogerla, y cuando me la entrega yo ya he cambiado completamente de tema. Estos no son sino los más inofensivos; también los hay que te tiran besos o que intentan cogerte del brazo, pero conmigo la tienen difícil: freno y me niego a seguir aceptando su compañía, o me hago la ofendida y les digo sin rodeos que se vayan a su casa
Basta por hoy. Ya hemos sentado las bases de nuestra amistad. ¡Hasta mañana!


Tu Anne

Anne Frank DiarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora