Capítulo 2: El niño

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"Siempre dicen que las cosas se dan con amor cuando te duele desprenderte de ellas. Jamás les dolió deshacerse de mi"





—Te vas a casar con el Rey Clay de Solmar. —El Rey habló desde su cómodo trono— Puede que seas el sexto príncipe, pero sigues siendo un miembro de la familia real. Cumple con tu deber.

Las despedidas son un hasta pronto.

¿Realmente es así o es una mentira?

¿Por qué entonces sentimos el vacío y la tristeza de la separación tan profundamente en nuestros corazones? Porque en nuestra vida como seres humanos, cada encuentro, cada relación, y cada adiós deja una huella indeleble en nuestra alma, recordándonos que amar y despedirse son partes intrínsecas de la experiencia humana, tan inevitables como el ciclo del día y la noche.

...A George no lo dejaron despedirse de su madre, ni siquiera una mirada. Pero él es egoísta y espera que ella haya llorado su partida, así como él llorará no tenerla para el resto de su vida.

—En los festivales dedicados a Zolaris, nuestro Dios, el Príncipe Clay es el centro de toda la ceremonia —parloteó Edmund—. Te van a gustar mucho, aunque serán en dos años más, jamás hemos tenido la representación del Dios Nirithos, pero será un honor para nosotros, Príncipe George.

George se removió en su asiento, tratando de concentrarse en lo que el consejero Edmund decía, pero su mente vagaba. Las palabras se mezclaban en su cabeza: costumbres, rituales, tradiciones... todos conceptos que, en ese momento, apenas entendía. Durante seis días de viaje en el mar, Edmund había hablado sin parar sobre Solmar, sus costumbres y la importancia del respeto a los omega, pero George apenas retenía la mitad. No era que no le interesara, sino que el calor lo abrumaba, y el paisaje lo distraía. Desde hace dos días, el aire se sentía más cálido, y la vista del hielo que solía rodearlo en su tierra natal había desaparecido, dejando en su lugar las aguas claras del mar.

El calor era una constante sofocante. Su capa de terciopelo, recubierta con piel de oso, se le pegaba al cuerpo, el sudor acumulándose bajo ella. George deseaba poder quitársela y dejar que el aire marino aliviara su piel, pero no se atrevía. Estaban cerca de las costas de Solmar, como Edmund había mencionado varias veces, y la sola idea de mostrarse más expuesto ante los ciudadanos de Solmar lo incomodaba. Sentía los ojos de la tripulación sobre él cada vez que se movía, lo que intensificaba su incomodidad.

Aún vestía con las transparencias, la prenda ligera y delicada que era parte de las tradiciones de su propio reino, una mezcla de sedas que dejaban poco a la imaginación. Aunque en su tierra era algo normal, aquí en Solmar parecía un error. Sin embargo, por mucho que quisiera cambiarse, no había traído más ropa consigo; todo lo que tenía eran esas telas translúcidas. Quitarse la capa revelaría demasiado, y la posibilidad de romper el protocolo lo aterraba más que el calor que lo sofocaba.

El consejero seguía hablando, su tono cada vez más animado al hablar sobre los preparativos que se esperaban a su llegada. George hizo un esfuerzo por asentir, aunque su mente continuaba divagando. No podía dejar de mirar el mar, ahora despejado de hielo, con el sol brillando sobre sus aguas cristalinas. El contraste entre su frío hogar y este mundo cálido y exótico lo descolocaba. En su interior, sentía que cada paso hacia Solmar lo alejaba más de lo que conocía, de las costumbres que le eran familiares, y de las capas de piel que ya no le servían más que como un escudo simbólico.

—Vivirá en el Palacio Interior, —continuó—está destinado para la pareja del rey y es un homenaje al Dios Nirithos, jamás he entrado, pero se comenta que está exquisitamente decorado y-

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