III. Algo de dinero

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Para ser del todo sincero diré que la idea de dejar Nueva York y atreverme a mudarme a la costa este o incluso a la América profunda del sur me había rondado la mente, sobre todo cuando transitaba los pasillos de la universidad. Ahora, gracias a Lizzy, una idea renovada de escapar flotaba en el aire. Para ella, quizá, era como un divertido juego con el que pasar el verano, pero para mí...aquello podía convertirse en mi redención, en una nueva oportunidad. Para mí podría no ser una broma.

Lizzy no me dijo ni dónde vivía, ni cuál era su número de teléfono ni, por supuesto, quién era el hombre que la llevó en coche el día en que la conocí. Aprendí, durante nuestras conversaciones durante las tardes en aquel bar, que podía pasar en instantes de hablar sin parar a quedarse completamente callada, que era reservada para su vida personal y que no le gustaba la realidad que vivía.

Lo poco que pude saber de ella era que tenía unos tíos en la ciudad, que estaba aprendiendo a tocar y a componer y que se divertía cantando por las noches en los pubs más underground de Nueva York. Trabaja como camarera varias horas al día en un bar, una cafetería y una discoteca.

—Trabajar en la noche es como una evasión—me decía—. Puedes dejarte llevar por la música, por las miradas de la gente, bebida y drogada. Puedes ser tú.

—Pero estás trabajando.

—Solo si lo piensas.

Lizzy trazó mentalmente, primero, una lista de las cosas que necesitaríamos si decidíamos al final irnos los dos. Esperaba que fuera como su secretario, que anotara todo lo que se venía a la cabeza, porque ella improvisaba sobre la marcha. Luego fue trazando un plan de viaje. Entre café, copas y sus melódicas canciones que su voz dulce regalaba al mundo, comprobé que Lizzy iba en serio, que lo de escapar no era solo una fantasía. Cuando cantaba y me miraba, sonriendo, comprendí que, aunque no estaba preparada para dejar toda su vida atrás, a pesar de que solo fuera temporalmente, estaba harta de lo mismo de siempre.

—¿Y bien? —Le pregunté, intentando parecer despreocupado, después de su actuación a las tantas de la madrugada, cuando todo quedó en silencio.

—Hoy cierro las puertas por última vez—respondió dirigiéndose con una tímida sonrisa al cuadro eléctrico para apagar las luces de neón parpadeantes que colgaban en la entrada.

—¿Ya lo tienes todo preparado? —me incliné sobre la barra, mientras ella limpiaba los restos de botellines, frutos secos y suciedad en ella.

Lizzy levantó la vista y se quedó, como ella hacía, paralizada observándome. Como si pensara que mi pregunta era una tontería, como si quisiera darme la respuesta exacta.

—¿Qué se necesita realmente para un viaje así? Un par de mudas de ropa, algo dinero y...estar dispuesto a dar el paso, ¿no?

Suspiré, porque lo decía por mí. Porque era yo el que tenía que arriesgarse, quizá por primera vez. Para ella, el viaje había comenzado mucho antes de que nos conociéramos, lo tenía claro antes de todo esto, antes de subir a un coche, a un tren o a un barco. Era yo el que tenía cosas pendientes, el que abandonaba las últimas oportunidades de reconciliarme con la vida. Estaba a tiempo de recomenzar. Pero también podía hacerlo con ella.

—Necesitaré algo más de dinero, para empezar—dije, dando ese paso hacia adelante.

—El dinero es lo de menos—dijo mirándome por primera vez con algo que podría calificar como admiración—. Nos las arreglaremos de un modo u otro. Siempre lo hago.

El beso de Lana del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora