Parte 1

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Las bombillas fluorescentes zumban por encima de la cabeza, inundando el pequeño despacho con una luz dura y artificial. Ilumina las baldosas blancas pulidas bajo los pies y salpica las paredes. Todos los centros médicos son iguales: implacables, estériles y solitarios. Según la experiencia de Mikey, la gente sólo viene aquí a morir.

Mikey tiene los ojos muy abiertos y vacíos mientras se concentra en sus tenis blancos un poco sucios. El médico que está sentado frente a él parlotea, con palabras amortiguadas, como si le hablara a Mikey desde debajo de la superficie de un estanque en calma.

No importa lo que esté diciendo, Mikey no necesita oír ni una palabra más para saber la verdad. Está jodido.

"¿Mikey? ¿Estás escuchando?"

Mikey parpadea y se endereza para encontrarse con la mirada del doctor. "Sí, te he oído", suelta, cogiendo su mochila casi vacía. "No me darás los supresores y no hay nada que pueda hacer por mí, así que...".

Con un resoplido, Mikey se levanta, coge el talonario de recetas sin rellenar del escritorio y se echa la mochila descuidadamente sobre un hombro.

"No hay ninguna farmacia en la ciudad que pueda venderte eso", advierte el médico, señalando con la cabeza el papel arrugado en el puño de Mikey como si leyera su mente.

Mikey se detiene, con la mandíbula apretada. La desesperanza invade sus miembros, pesada y fría. Tiene la sensación de que el médico tiene razón: en la clínica del campus tampoco le habían dado las pastillas y lo habían rechazado con una simple disculpa y unos parches para bloquear el olor.

La desesperación sustituye al desánimo y Mikey se vuelve hacia el médico, con las cejas fruncidas sobre unos ojos oscuros y suplicantes.

"Por favor". Mikey pronuncia las palabras como si su sabor pudiera hacerle vomitar. "No lo entiendes, los necesito".

Los ojos del médico se suavizan y aprieta los labios en una sonrisa apretada y comprensiva. Lentamente, sacude la cabeza.

"Lo siento, Mikey. No puedo".

Parece que lo dice en serio, pero eso no hace que el abatimiento sea más agradable.

"Los supresores no están hechos para un uso repetido como éste", continúa. "¿Conoces los riesgos de lo que estás haciendo? Cambios de humor, infertilidad, complicaciones en el embarazo... y eso es sólo la punta del iceberg".

El médico se ajusta las gafas con el índice antes de coger el historial médico de Mikey. "Esta lista de recetas surtidas se remonta a años atrás: no me sorprendería que las hayas estado tomando para cada celo desde que te presentaste, lo que ya serían muchas más dosis de las recomendadas".

Mikey muerde su labio. Los registros se remontan a seis años atrás para ser exactos y el médico tiene razón: el primer celo de Mikey fue el último gracias a la ingesta de unas cuantas pastillas cada tres meses. Pero una vez había sido suficiente para que Mikey supiera que haría cualquier cosa para evitar esa sensación de nuevo.

Mikey traga saliva, su nuez de Adán se mece en su garganta mientras se obliga a enterrar los recuerdos de su primer celo. De vez en cuando, durante el precalentamiento, soñaba con ello: con el dolor abrasador que le quemaba las venas y el frío azulejo del baño bajo la mejilla. Sobre pedir ayuda antes de darse cuenta de que esta fiebre no era una gripe normal y que, aunque lo hubiera sido, estaba solo en el apartamento abandonado de su hermano muerto.

Nunca se había sentido tan solo.

No fue hasta tres días después que Wakasa lo encontró en el suelo del baño, lloriqueando y frotándose las piernas como un grillo al atardecer.

Caramelo Duro - DrakeyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora