III. La bestia de Villa Dunléibhe

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WILLOW

03. / La bestia de Villa Dunléibhe

𖦹

     A Branwen no le agradaba montar a caballo.

Lo cierto es que había andado a pie toda su vida. Jamás tuvo un caballo, aunque sí una mula; un animal de muy mal carácter que rara vez le había permitido montarse.

Habiendo crecido casi a las afueras de Lir, se había acostumbrado a tener que caminar. Caminaba cuando tenía que buscar agua en el pozo, ubicado en pleno centro del poblado. Ella caminaba, cuando tenía que hacer recados que su madre no podía debido a su enfermedad, y más tarde, también caminó por su padre, cuando él sufrió el accidente que lo dejó cojo y pereciente de un dolor crónico que le impedía trabajar.

Su padre solía llamarla «mi niña fuerte», y su madre, con una sonrisa gentil, adjudicaba su fuerza a la sangre de los montañeses que le corría por las venas. Su madre era una mujer de las montañas; había crecido en la tribu que habitaba los valles de Lenus hasta que conoció a su padre por caprichos del destino. Decía entonces que Bran había nacido para poder adaptarse a cada problema o situación que se le presentara, porque así era la gente en las montañas.

Bran no estaba segura si era o no era la sangre de los montañeses dentro de ella, y tampoco le importaba. Saber que podía ser de ayuda para los demás le era más que suficiente.

Por lo que sí, Bran estaba acostumbrada al trabajo duro. De modo que durante la mayor parte de su vida, anduvo a pie, y no a caballo. Así, hasta que cumplió dieciséis años y aplicó para la Academia de Halloran en la Capital, donde montar a caballo fue una necesidad.

Fue así como Bran descubrió que montar era algo que detestaba.

Su trasero dolía la mayor parte del tiempo y la silla le producía un ardor terrible entre las piernas. Además, los caballos solían encontrarla particularmente irritante; cada vez que estaba cerca de uno, acababa con mordidas y patadas que por poco conseguía esquivar.

Sin embargo, ahora, estando sola y moribunda, perdida en algún lugar del tenebroso bosque con un hada que apenas era un hada, ella llegó a la terrible conclusión de que extrañaba a Silvestre, su caballo a la fuerza y única compañía constante durante ese último mes de viaje.

El pobre seguro que todavía estaba dormitando en las caballerizas de la taberna de Sgáilneart.

«Suertudo», pensó con un rencor sordo, justo cuando decidió que era tiempo de ponerse en marcha. Ya era bien entrada la noche, y el frío era intolerable cuando uno solo llevaba puesto una túnica de lino hecha jirones.

¿Cómo es que Daerena de Naela, Apenas un Hada, Apenas Humana, había logrado mantenerla con vida por tanto tiempo? Ni siquiera le había echado una manta encima.

Miró la ropa que le había dejado anteriormente en el suelo, y con cuidado de no hacer movimientos bruscos, la levantó del suelo.

Se atavió en aquella túnica de lana que ocupaba varias tonalidades de un verde oscuro y que se asemejaba mucho al musgo, ese mismo que crecía a lo largo y ancho del inmenso bosque. Tenía costuras trabajadas que imitaban la textura y la formas de la hiedra común que recorría la prenda entera, y el cinturón para ajustar la túnica poseía un par de bellotas atadas en cada extremo.

Era un tipo de vestimenta común que había visto únicamente en su estadía en Sgáilneart. La gente del bosque trataba de emular la vida silvestre en cada prenda como una forma de camuflaje, para que, si algún día cruzaban su camino con algún monstruo, se le hiciera difícil distinguirlos entre la vegetación.

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