Capítulo 3 - Insurgencia

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Todo oscureció y solo el dolor y la confusión llenaron cada latido de mi corazón. Sentía que la cama se movía, pero no podía ver a dónde, poco a poco los lamentos desaparecieron hasta que solo pude escuchar el sonido de mi propia respiración. Moss, Nettle, Alder desaparecieron también, supe que estaba completamente sola e intuí que lo estaría por un largo tiempo debido al castigo que había recibido. Solo en ese momento permití que las lágrimas se corrieran libres por mis mejillas, pues la imagen de mi madre parecía materializarse en la oscuridad con una claridad casi siniestra. ¿Era acaso la vida algo sustancial sin ella? ¿Valía la pena respirar sin sus cálidos abrazos?

Comencé a retorcerme para tratar inútilmente de liberarme, porque sabía que mi madre hubiese querido que luchara contra cualquier cosa, así como ella había luchado durante su vida para protegerme. Sin embargo, las horas pasaron y no pude quitarme ninguno de los agarres, tampoco escuché ruido alguno más allá del producido por mí misma, y las luces nunca se encendieron.

Cuando mis ojos comenzaron a cerrarse producto del cansancio, una puerta se abrió dejando colarse la luz de afuera; una mujer vestida de arriba a abajo de blanco entró de manera silenciosa y se acercó a mí.

—¿Quién es usted? ¿Dónde están los demás?—casi grité, comenzando a agitarme de nuevo.

La mujer permaneció en absoluto silencio, y a pesar de mi constante movimiento pudo revisarme las piernas, brazos, y, por último, mi cabeza. Me tomó por los cabellos haciendo que inclinase la cabeza hacía atrás y con una linterna me encegueció por completo por unos momentos.

—¡Suélteme! ¡Ayuda! ¡Alder!

Después, aprovechando mis gritos, me obligó a mantener la boca abierta para revisar mi dentadura, cosa que aproveché para morderle la mano tan fuerte que fue ella la que soltó un grito y pronto su vestido blanco terminó salpicado de sangre. Aún así, ninguna palabra salió de sus labios, comencé a dudar que tuviese, siquiera, la capacidad de hablar.

A pesar de su herida, me tomó por el brazo derecho y acercó un aparató que jamás había visto a mi muñeca, era redondo y muy brillante. Cuando presionó un botón que tenía al costado sentí una profunda quemazón en el brazo y solté un alarido de dolor; fue solo un segundo, pero el dolor perduró allí donde me había tocado. Bajé la mirada para examinar los daños y pude ver un conjunto de números gravados en tinta negra en mi piel; no sabía leer muy bien puesto que no era algo necesario para la supervivencia, que era en lo único que podíamos pensar en las constantes hambrunas de Beta, sin embargo, pude reconocer los números: 2105.

La mujer me miró con una sonrisa de satisfacción ante mi dolor, como si hubiese sido una justa venganza, y yo le lancé un escupitajo que no llegó hasta ella, pero que sí consideré una venganza más que justa por todo lo que habían hecho. Sabía que el gobierno no tenía problemas en dejarnos pasar hambre o toda clase de necesidades, pero no entendía qué beneficio podían sacar de aniquilar un pueblo entero cuando ese pueblo les abastecía.

Pasada una media hora después de que la mujer se fuera la cama comenzó a moverse de nuevo entre la penumbra y comencé a escuchar maldiciones a todo pulmón y gritos de desesperanza. Solté un suspiro de alivio cuando entre esos gritos pude escuchar la voz de Alder, pues aquello me confirmaba que no estaba muerto.

La cama se detuvo en el mismo lugar donde el tal General 3 nos había hablado. Busqué con la mirada a mis conocidos y al contar cabezas me di cuenta de que, a pesar de que mis amigos estaban bien, faltaba un conocido. Una chica que solía ver siempre en el mercado donde hacíamos canjes de cualquier cosa útil por algo de comida que cualquier otro hubiese podido conseguir o cazar; la muchacha no debía tener más de 12 años, pues era bastante pequeña y siempre andaba de la mano de su madre.

—¡Bienvenidos de nuevo, soldados!—la conocida voz del General 3 hizo eco en la habitación—Se les ha sido asignada una identidad según su número de ingreso a este magno lugar. Sus nombres aquí no tienen relevancia alguna, por eso nos dirigiremos a ustedes por el número que aparece en sus muñecas, y ustedes tendrán que hacer lo mismo con sus compañeros o serán sancionados.

Las sujeciones con las que nos habían tenido atados a la cama desaparecieron de inmediato y casi caigo de aquel lugar. Los brazos y piernas me dolían, de no ser por ello habría acompañado a Nettle, quien se levantó de inmediato y comenzó a correr hacía donde estaba el balcón con la clara intención de escalar y hacerle daño al General 3. Estaba tan cerca que todos nos quedamos sin aliento, y cuando estuvo a punto de llegar al muro, del techo se abrió una compuerta y desde allí saltó disparada y colgada por el cuello la chica que había desaparecido. Sus labios estaban morados y su piel pálida. Ante la visión del cadáver, Nettle dio varios pasos hacía atrás y se quedó pasmado, viéndola.

—¿Quería decirme algo, 2116?— Nettle no respondió, el silencio en la sala era tal que podía escucharse el batir acelerado de nuestros corazones—. Eso pensé. La insurgencia es castigada, así como bien lo aprendió nuestra querida 2123, quien cometió actos reprochables durante la inspección.

Mi respiración se cortó de inmediato. ¿Qué podría haber hecho la pobre peor a lo que yo había hecho? Me había salvado por un pelo de contar con su misma suerte, de ser yo el cadáver que se tambaleaba como si estuviera siendo movido por la brisa.

Unas puertas se abrieron y algunos números se iluminaron sobre ellas.

—Detrás de cada puerta encontraran a su Comandante, quien les enseñará a utilizar las armas que necesitarán aquí.

Nadie se movió. Nettle avanzó hasta la chica y le tomó de las pálidas manos, besando cada una en el dorso. Comencé a temer que le hicieran lo mismo que a ella, pero no me atreví a evitar que siguiera con su acto de respeto hacía la difunta. En Beta, cuando alguien moría, todos besabamos sus manos y en ellas poníamos la última flor en haber aparecido antes de enterrarle, lo cual pasaba frecuentemente.

El primero en caminar fue Adler, quien se dirigió directamente a mí y me tomó de la mano en la que tenía escrito aquel estúpido número que no planeaba tomar como identidad.

—Yo soy el 7—me dijo en un susurro, como si temiera que hablar más fuerte fuese a interrumpir a Nettle—. Vamos antes de que crean que somos insurgentes.

No tuve tiempo de negarme, pues él ya me arrastraba hacía una de las puertas que tenía los números desde el 2103 al 2110. Los demás parecieron hacer lo propio solo hasta que nos movimos y pronto la sala se quedó sola. Tras la puerta había otra enorme habitación de grises paredes con instrumentos que jamás había visto y otros que reconocía porque los llevaban los soldados o porque eran utilizados para la caza; el suelo era irregular, parecía imitar a un territorio agreste, al igual que las paredes. En medio de todo ello había un hombre de unos 30 años de edad, de ojos azules y calculadores.

—La insurgencia no es sinónimo de inteligencia, sino de falta de instinto de supervivencia. Por eso espero que mis reclutas olviden las ideas rebeldes y se llenen de valor por nuestra patria. 

2105: BetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora