El sol apenas se asomaba entre las nubes, bañando con su tenue luz el interior de la habitación. El ambiente en la residencia de Tsunade estaba cargado de una tensión que ninguno de sus compañeros, ni siquiera Shizune, lograba disipar. La gran Hokage, conocida por su fuerza inquebrantable y habilidades médicas, yacía en cama, incapaz de moverse sin sentir un dolor que la consumía.Su piel, normalmente dorada, había adquirido un tono pálido enfermizo. Sus ojos, aquellos ojos fieros que tantos habían visto enfrentarse a enemigos mortales, ahora apenas podían mantenerse abiertos. Las ojeras oscuras debajo de ellos hablaban de noches interminables de sufrimiento.
—No tiene sentido, Shizune —dijo Tsunade en voz baja, con el aliento entrecortado—. He revisado todo... He probado todos los tratamientos... Y nada funciona.
Shizune estaba de pie junto a la cama, con el ceño fruncido, tratando de ocultar la creciente desesperación que sentía. A pesar de sus esfuerzos por mantener una fachada de calma, su corazón se sentía como si estuviera siendo apretado por una garra invisible. Tsunade, la mujer a quien había seguido y admirado toda su vida, estaba muriendo frente a sus ojos, y no había nada que pudiera hacer.
—No puedes rendirte, Tsunade-sama —insistió Shizune, con una voz que trataba de sonar fuerte, pero que apenas ocultaba el temblor—. Aún no hemos agotado todas las opciones. Tal vez hay algo que no hemos considerado...
Tsunade se giró ligeramente en la cama, dejando escapar un suspiro lleno de agotamiento. Las arrugas de preocupación en su frente se hicieron más profundas mientras sus labios se torcían en una amarga sonrisa.
—¿Y qué opciones nos quedan? —respondió con un tono agrio—. Si ni yo, que he pasado toda mi vida estudiando medicina, puedo curar esto, ¿qué esperanza tenemos? No seas ingenua, Shizune.
Las palabras de Tsunade eran duras, pero no venían de un lugar de crueldad, sino de dolor. Ella sabía que su tiempo se estaba agotando y, peor aún, sabía que Shizune lo veía también. Lo que no podía entender era por qué, a pesar de la evidencia, Shizune seguía aferrándose a la esperanza.
Shizune se mordió el labio, luchando contra las lágrimas que querían escapar. No podía permitir que Tsunade la viera llorar. No podía permitirse mostrar debilidad en ese momento.
—Hay algo... —murmuró Shizune de repente, rompiendo el silencio pesado que había caído entre ambas—. Algo de lo que he escuchado hablar... pero no quería mencionarlo antes porque... porque no es seguro.
Tsunade alzó una ceja, apenas interesada. No tenía fuerzas para discutir más teorías sin fundamento, pero algo en la manera en que Shizune había pronunciado esas palabras captó su atención.
—¿De qué hablas? —preguntó con una pizca de curiosidad.
Shizune respiró hondo, sabiendo que lo que estaba a punto de decir no solo cambiaría la conversación, sino también su destino.
—Hay una medicina —empezó lentamente—. Una planta, única en su especie. Se dice que tiene propiedades curativas milagrosas, capaces de sanar cualquier enfermedad... incluso las que parecen imposibles de tratar. Pero es peligrosa.
Los ojos de Tsunade se entrecerraron.
—¿Peligrosa cómo?
—Es... prohibida. No solo porque es extremadamente rara, sino porque la persona que la arranca paga un precio. Nadie sabe cuál es ese precio exactamente, pero hay historias... Leyendas. Está escondida en el Bosque de la Muerte, donde habita una hechicera que custodia la planta. Ninguno de los que ha entrado en busca de ella ha regresado.
El silencio que siguió fue sofocante. Shizune podía sentir el peso de sus propias palabras colapsando sobre ella como una montaña. Sabía que Tsunade jamás aprobaría algo así, jamás permitiría que alguien que ella valoraba arriesgara su vida por una medicina que, en su mente científica, probablemente no existía.
—Estás hablando de supersticiones —murmuró Tsunade, entrecerrando los ojos—. No voy a dejar que te aventures en un lugar tan peligroso por... fantasías.
—No lo entiendes —respondió Shizune, su voz se quebró levemente—. No puedo simplemente quedarme aquí y verte morir. ¡No puedo! Si hay una mínima posibilidad, por pequeña que sea... tengo que intentarlo.
Los ojos de Tsunade se suavizaron por un breve instante, un rastro de emoción cruzó por su rostro. Ver a Shizune tan desesperada, tan dispuesta a hacer lo imposible por salvarla, hizo que algo se removiera en su interior. Pero inmediatamente, esa emoción fue sustituida por la frialdad lógica que siempre la había caracterizado.
—No. No lo permitiré, Shizune. Has sido como una hermana para mí. No voy a dejar que te arriesgues por una tontería.
Shizune apretó los puños. La furia, el dolor y el amor que sentía por Tsunade se mezclaron en su pecho, formando un nudo insoportable.
—No soy tu hermana —susurró, más para sí misma que para Tsunade. Era un secreto que había guardado durante años, un sentimiento que había escondido bajo capas de lealtad y admiración, pero que ahora, en medio de la desesperación, se sentía más cerca de la superficie que nunca.
—¿Qué dijiste? —preguntó Tsunade, confundida.
Shizune levantó la vista rápidamente, dispuesta a negar cualquier cosa, pero decidió no hacerlo. No en ese momento. Se limitó a sacudir la cabeza y volvió a concentrarse.
—Escúchame, Tsunade-sama —dijo con firmeza, ignorando el latido acelerado de su corazón—. Ya he tomado una decisión. No voy a perderte. No voy a sentarme aquí y verte morir cuando sé que podría hacer algo.
Tsunade la miró por un largo rato, midiendo cada palabra, cada gesto. Pero al final, la Hokage cerró los ojos, exhausta por la conversación, por el dolor, por todo. No había nada más que decir. Si Shizune había tomado una decisión, no sería ella quien la detuviera.
—Haz lo que quieras —murmuró finalmente—. Pero no esperes que te espere... ni que te perdone si no regresas.
Las palabras de Tsunade eran duras, pero Shizune sabía que debajo de esa fachada fría, estaba la verdadera preocupación de perderla. No había tiempo que perder. Shizune se inclinó levemente, en una reverencia silenciosa, y se dirigió hacia la puerta sin mirar atrás.
Al salir de la residencia, el viento frío de la mañana la golpeó con fuerza, como si fuera una advertencia de lo que estaba por venir. Shizune miró el cielo, aún gris y nublado. Su pecho dolía, no solo por la idea de que Tsunade pudiera morir, sino por la carga que sentía al no poder confesar lo que en realidad sentía.
Cruzó la aldea de Konoha con pasos rápidos, ignorando las miradas preocupadas de los aldeanos que la conocían bien. Nadie se atrevía a detenerla, ni siquiera los ANBU que sabían que algo no estaba bien en la residencia de la Hokage. Su misión era clara, y no había espacio para distracciones.
Cuando finalmente llegó al borde del Bosque de la Muerte, el paisaje frente a ella cambió drásticamente. Los árboles eran enormes y retorcidos, sus ramas parecían moverse por sí solas. Una neblina espesa se extendía entre los troncos, ocultando lo que yacía más allá. Era como si el bosque estuviera vivo, respirando, esperando. Nadie entraba allí y salía con vida, o al menos eso decían las historias.
Shizune se detuvo frente a la entrada del bosque, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era una locura. Pero también sabía que no tenía elección.
—No me detendrás, Tsunade —susurró para sí misma—. Te salvaré, cueste lo que cueste.
Con una última mirada hacia la aldea detrás de ella, Shizune dio un paso adelante, adentrándose en la oscuridad del Bosque de la Muerte.
7/10/24