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El fin de semana pasa y el lunes tomamos un avión que nos lleva a Guipúzcoa.

La actitud de Amanda hacia mí no parece haber cambiado. Está cortante y más

distante, algo que con Luigi no sucede. Me molesta cómo intenta que no me preste

atención. Pero el tiro le sale por la culata en todo momento. Luigi, en sus funciones

de jefe, me busca continuamente y eso a Amanda la saca de sus casillas. Las

reuniones se suceden y, tras Guipúzcoa, vamos a Asturias.

Luigi y yo durante el día trabajamos codo con codo como jefe y secretaria y por la

noche jugamos y disfrutamos. Él lleva el morbo como algo innato y cada vez que

estamos solos me vuelve loca con lo que me hace fantasear y con su manera de

tocarme y poseerme. Le encanta mirarme mientras me masturbo con el vibrador

que él me regaló, capricho que yo le concedo gustosa. Es tal la lujuria que me hace

sentir que deseo volver a repetir lo de ir a un bar de intercambio de parejas y vivir

lo que me hizo vivir. Cuando se lo confieso, ríe a carcajadas y, cuando me penetra,

fantasea con que otro hombre me posea mientras él mira, cosa que me vuelve loca.

El miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos directos a la reunión. Por el

camino, Luigi habla con una tal Marta por teléfono y se cabrea. El día se tuerce y

termina discutiendo por la falta de profesionalidad del jefe de la delegación. No

tiene preparado nada de lo que necesita y Luigi se lo toma muy mal. Intento mediar

para que el ambiente se relaje, pero al final salgo escaldada y Luigi, mi jefe, me pide

de malos modos que me calle.

En el viaje de vuelta, el humor de Luigi es siniestro. Amanda me mira con gesto

de superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando llegamos al hotel, Luigi le pide a

Amanda que baje del coche y nos deje unos minutos a solas. Ella lo hace y, cuando

cierra la puerta, Luigi me mira con un gesto que me hace trizas.

—Que sea la última vez que hablas en una reunión sin que yo te lo pida.

Entiendo su enfado. Tiene razón y, aunque me moleste su regañina, le quiero

pedir disculpas, pero me interrumpe:

—Al final va a tener razón Amanda. Tu presencia no es necesaria.

El hecho de que mencione a esa mujer y de saber que le habla de mí me

encoleriza.

—A mí lo que te diga esa imbécil me importa un pimiento.

—Pero quizá a mí no —gruñe.

Se toca la cabeza y los ojos. No tiene buena cara. Suena su teléfono. Luigi lo mira y

corta la llamada. Y, en un intento de suavizar el momento, murmuro:

—Tienes mala cara, ¿te duele la cabeza?

Sin contestar a mi pregunta, me clava su dura mirada.

—Buenas noches, Allisson. Hasta mañana.

Lo miro, sorprendida. ¿Me está echando?

Pídeme lo que QuierasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora