CAPÍTULO 4

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El estridente cantar del despertador resonaba por la pequeña habitación oscura. El cuerpo esbelto entre las sábanas se removía incomodo. Un brazo salió de la enredadera, buscando a tiendas el vibrante celular sobre la mesita de noche.

Ya calla, maldito despertador.

Max se incorporó como una antigua momia saliendo de su tumba. Los rizos rebeldes bailando suavemente en todas direcciones. Sus ojos acostumbrados a la profunda oscuridad recorrieron la habitación. Era la mañana del inicio de semana, el ligero frío de otoño se colaba de entre los espacios de la manta. Tenía que ir al instituto.

Saliendo de la cama con actitudes de felino, comenzó a prepararse. Afuera, el sol apenas mostraba sus ligeros destellos dorados. Se aseó y se acicaló. Tomando su chaqueta de cuero y su ligera mochila, se dirigió abajo. El olor de la comida viajaba escaleras arriba llenando sus sentidos, mientras su estómago vibraba como el despertador. Haciendo crujir los viejos escalones de madera, giró hacia la reducida cocina, que solo consistía en dos simples encimeras, una estufa eléctrica y un pequeño refrigerador. Un hogar humilde, el ambiente era acogedor en la mañana. El calor de la vieja calefacción llenó los huesos de la chica. Y justo ahí, estaba Jane, su tía. De espaldas a ella, revolvía huevos en un sartén desgastado. Su cabello negro largo hasta la cintura, sujetado en una floja trenza simple. Su uniforme de camarista planchado pulcramente.

— Buenos días, Max —saludó dulcemente sin mirarla todavía—. Dame cinco minutos.

— Está bien, Jane. Gracias —Max se sentó en uno de los bancos frente a la encimera. La relación con su tía era decente, no se dirigían mucho la palabra. Rara vez se veían a excepción de las mañanas y las noches, en el desayuno y en la cena. Max le daba los mínimos problemas posibles, sumado a que no podía encariñarse con aquella dulce y delicada mujer. Pero admiraba la dedicación a su trabajo, a la casa, y a su pequeño niño—. ¿Mike ya despertó?

— Sigue durmiendo, Gabriel lo despertará en un momento —Gabriel, era su sereno y amable tío. Pasaba sus días en el trabajo, consumido por responsabilidades como asistente general en una pequeña editorial de la ciudad. Siempre hacía horas extra, en un intento por conseguir hasta el último centavo que pudiera. No se quejaba, se limitaba a hacer las cosas, siempre con una leve sonrisa en el rostro. Era relativamente joven, pero el cansancio le llenaba las facciones. Su viejo traje, descolorido, lo hacía parecer un hombre dedicado. La relación de Max con él era tranquila, a veces unas frases cruzadas y risas entre chistes. Nada más. Max, lo respetaba como persona—. Come, Max, tienes que irte o perderás el autobús.

La chica comió el simple pero delicioso desayuno. Aunque se resistiera a la imposible idea, esto era lo más cerca que podría tener de la comida de una madre.

La mañana avanzó, en un tiempo estuvo frente a las puertas del instituto. El viento otoñal le acariciaba el rostro y la  melena, las personas entraban haciendo bulla. A la vista de Max eran masas de colores neutros y cobrizos. Los colores vibrantes de las copas de los árboles, marcaban el comienzo de la estación. Le gustaba esa época del año.

Dentro, los blancos pasillos y tenues luces se hacían presentes. Ignoraba las miradas de miedo hacia su persona. No le servía de nada intentar disipar rumores. Estos viajaban entre murmullos por los pasillos y salones. Fue fichada como la asesina de la escuela, todo inició cuando desmayó a una alumna en la clase de deporte, cuando jugaban quemados, ella no calculó la fuerza cuando lanzó el balón. El cuello de aquella chica se torció en un ángulo peligroso, terminó en el hospital. El accidente no pasó a mayores, estuvo en rehabilitación unos meses, después se mudó. No se supo más de ella por ahí, pero el alumnado creó historias, y no eran difíciles de creerlas. Max era una chica solitaria y misteriosa.

CRUELDAD Y REDENCIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora