Algunos siglos antes de nuestra era, en Mesopotamia, existían diversas divinidades cuyo gozo era mandar y ser servido por los mortales que vivían en la tierra (Ki).
Entre ellos, se encontraba Inanna, diosa de la belleza, el amor, la sensualidad y la guerra.
En su reino, Inanna se limitaba a controlar su corte y esperar a que se la llamase por otros dioses para reunirse a debatir de distintas cosas.
Un día, Inanna se encontraba paseando grácilmente por sus frondosos jardines disfrutando del descanso que la soledad de no ser seguida por sus sirvientas le daba, cuando divisó en la lejanía un extraño movimiento. Al agudizar la vista frunció el ceño y se dirigió a su trono para esperar lo que fuese que sus guardias traían ante ella.
Sus largas y doradas uñas repiquetearon en el brazo de su asiento un rato hasta que finalmente un par de guardias entraron. Estos hicieron una reverencia solemne y lanzaron a una joven criatura a los pies de la diosa.
Inanna alzó una ceja manteniendo su semblante estoico y estudió a la intrusa.
-¿Vais a decirme a qué viene esto?
-No lo sabemos, su alteza-contestó uno manteniendo su mirada en el suelo-. Apareció de repente junto a los muros de la ciudad.
La diosa se levantó y caminó alrededor de la intrusa, que temblaba de pavor intentando no llorar.
-¿Sabe lo que es, majestad?-preguntó el otro guardia.
Inanna se arrodilló y observó a la criatura. Su gesto se volvió amable y les indicó a sus súbditos que se fueran.
-Pero, majestad...
-Es una cría de humano-respondió cortante-. Dejadnos.
Ambos se miraron contrariados antes de despedirse con otra reverencia y abandonaron la sala.
Inanna ladeó la cabeza con curiosidad y observó a la niña frente a ella, que se mantenía inmóbil y asustada.
-Dime, pequeña ¿Cómo has llegado aquí?
La niña miró a la mujer y negó con la cabeza.
-No sé...
Inanna, extrañada, la ayudó a ponerse de pie.
-¿Cómo te llamas?
-S-Stara...
-Stara... ¿De veras no sabes qué haces aquí?
La pequeña volvió a negar con la cabeza.
-No me acuerdo...-musitó avergonzada.
-No es habitual que un mortal llegue hasta aquí, menos tan pequeño y sin recuerdos.
La niña no respondió, pero Inanna suspiró y pasó al rededor de la sala.
-Estás en mi reino, pequeña y yo soy Inanna.
La menor comprendió la situación y se inclinó.
-No te apures...-dijo con un movimiento simple de manos-. No quiero que me temas, te ofrezco un hogar.
-¿Alteza?-preguntó sin comprender.
-Te quedarás aquí. Me haré cargo de ti y jamás permitiré que te hagan daño, además, trabajaremos para recuperar tu memoria-Se giró para mirarla-. A cambio, permitirás que te enseñe distintas disciplinas y te pondrás a mi servicio cuando seas mayor ¿Aceptas?
-Su alteza, yo...
-Deja las formalidades, Stara-Alzó una mano-Todos en este reino ya son demasiado educados, todos me dan la razón por temor y me respetan por lo mismo. Necesito a alguien que no tema expresarme todo lo que piense y me trate de igual, es aburrido ser tan formal todo el tiempo. Llámame Inanna.
-Inanna, yo...
-¿Tienes algo que perder en el reino de los mortales?
Stara bajó la cabeza y negó.
-Entonces quédate. Tendrás de todo y te prometo que siempre te protegeré, niña. Mis promesas son tan sólidas como la montaña.
La pequeña asintió y trató de ocultar sus lágrimas, no sabía por qué, pero esa sensación de seguridad que Inanna prometía había removido algo en su interior.
El corazón de la diosa se conmovió al ver a la niña con lágrimas en sus ojos y sabiendo que nadie más lo vería la abrazó, permitiendo a la mortal esconderse en sus hombro.
No sabía por qué, pero estaba segura de que esa niña pondría el mundo del revés.