Primer día.

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Marzo.

Específicamente, el primer lunes de Marzo.

El peor día del año desde hacía cinco años para Lisandro.

Corría de un lado al otro en la pequeña aula, asegurándose de que todo esté correcto. Ya presentó su planificación del mes en la dirección, saludó a sus compañeras y se presentó ante las nuevas de ese año. En este ciclo, le tocaba el aula más desastrosa: la salita de tres años. La roja, para ser exactos.

Llegó temprano para limpiar el armario y guardar muy bien sus cosas, organizándolas de manera impecable. Limpió y acomodó los juguetes, el área de juego y el área de la comida. Sus piernas se enredaban entre las pequeñas sillitas mientras desplazaba alfombras suavecitas por el suelo, para evitarse problemas más tarde. Adornó las paredes y escribió un "bienvenidos" en el pizarrón, desplegando sus habilidades de dibujo en el mismo - a pesar de saber que a los nenes les importaba poco.

El primer día de clases comenzó tal como lo había previsto: hubieron llantos en la puerta, llantos en el aula y llantos en el patio. Tuvo que limpiar mocos y bocas, peinar cabellos y separar posibles peleas. Le ayudó de comer a más de un nene y se acuclilló y agachó mínimo cien veces. Se tiró en las alfombras a jugar y puso canciones en su parlante. Intentó llamar la atención de veinte pequeños humanos y mantenerlos entretenidos durante toda la mañana. Esto era parte de lo que debía hacer cinco días a la semana, aunque era difícil la vuelta luego de unas tan merecidas vacaciones. Por suerte, su vocación y amor por la docencia era mucho más fuerte que su pereza.

Sobrevivió, como siempre lo hacía. En menos de lo esperado, las primeras tres horas de trabajo pasaron volando. Las doce del mediodía se marcaron en el reloj y el último timbre de la mañana sonó.

Ahí no quedaba todo. La siguiente parte era conocer fugazmente a cada mamá y responder a todas las preguntas que tuvieran sobre el primer día. Una por una, hacían cola para hablar con el joven maestro y sanar sus preocupaciones sobre sus hijos. La verdad es que, detrás de esas cuestiones, algunas mujeres tenían otra intención: conocerlo a él, a Lisandro, a ese lindo maestro de brazo tatuado y sonrisa encantadora que parecía cuidar muy bien a los niños. De por sí, era rarísimo ver a un maestro varón en un jardín; él ya lo tenía más que claro después de tanto tiempo en la profesión. Pero además de eso, muchas mamás estaban solteras y no desperdiciarían ni un segundo para acercarse a un muchacho como él.

Ya tenía más o menos memorizados los nombres y las conductas que le llamaron la atención, curtido por sus primeros años de trabajo. Así que, no fue nada difícil contestarle a cada mamá o familiar que le sacaba charla con su hijo o hija en brazos. Sin embargo, había algo que lo tenía un poco distraído: una alta figura, de un morocho detrás de todas las mamás, esperando con su nene en brazos y con una cara de estar nervioso.





En la cama matrimonial que compartía con su papá, Valentino dormía plácidamente, rodeado de sus peluches y de una muralla de almohadas para no caerse entre sus sueños.

Su papá, por otro lado, estaba en la cocina teniendo una crisis existencial frente a dos rodajas de pan.

Un año había pasado desde que Cristian, por cosas de la vida, se separó de su ex-mujer, quedándose con la custodia de su bebé por la mayor parte del tiempo. Un caso aislado, como le había dicho su abogada; no era para nada común que un padre quiera hacerse cargo de sus hijos por sí solo cuando la madre estaba presente. Pero, siendo comprensivo como siempre y no queriendo empeorar las cosas, tomó esa decisión al momento del divorcio. Su ex-esposa no rechistó, sabiendo lo mucho que él amaba a su hijo. Sabía y confiaba que Valentino estaría en buenas manos, además de estar satisfecha con tenerlo los fines de semana.

Buenos días, Lisandro (CUTILICHA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora