Capítulo 6: Entre Chocolate y Uvas

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—Nélida, cariño, tráeme un café. Descafeinado, sin crema. No muy dulce, pero tampoco amargo. Ah, y unas medialunas, pero ni pienses en traer saladas, ¿eh? Hoy tengo una cena importante, necesito estar impecable —la voz de su jefa resonó áspera y cortante a través del altavoz; los tacones hacían eco en el fondo.

—Sí, sí. Ya estoy en la cafetería, enseguida subo —contestó mamá mintiendo puesto que apenas habíamos salido de la casa. Colgó con un suspiro largo y cansado, como si algo más que el aire escapara de su cuerpo.

—"Ni muy dulce, ni muy amargo, cariño" —imité la voz de su jefa con tono exagerado, gesticulando de forma cómica—. Deberías pedirle que le pongan sal al café, a ver si se le va lo amargo.

Mamá me lanzó una mirada de reproche, pero su gesto se deshizo en una carcajada.

—No te burles, sigue siendo mi jefa, ¿sabes? —respondió, pero en su rostro ya se dibujaba una sonrisa—. Si supiera que una vez se me cayó su medialuna al piso... ¡seguro que me despide!

Ambos estallamos en risas, el coche avanzando por la ciudad, mientras la música baja de la radio acompañaba nuestros chistes. A través de la ventanilla, las fachadas de los edificios pasaban como una vieja película cambiante de colores e imágenes: el gris del concreto, los ladrillos anaranjados de las casas y el reflejo turquesa de los inmensos ventanales de los rascacielos. Al pasar frente al lugar que siempre le hacía suspirar, vi cómo sus ojos se iluminaban.

—Cuando tenga mi propio bar —dijo, con ese brillo soñador—. Sí a algún payaso propone vender café o medialunas lo saco a patadas. Voy a prohibir, determinadamente, vender café y medialunas. Está decidido.

Reímos de nuevo, su sueño resonando en el aire como una promesa. Yo también deseaba que algún día así fuera.

(...)

—Entonces, ¿me estás diciendo que te inscribiste a una competencia de fotografía solo para que un hombre de mediana edad te dé un carrito de compras gratis? —preguntó Agustín, mirándola con una ceja arqueada y rascándose la cabeza con intriga.

Valentina puso cara de indignación.

—¡No es cualquier actor! Es Mateo Saratte, el famoso. Es prácticamente un dios.

—Ah, con razón nos sacaste tantas fotos ayer —comenté, como si todo encajara.

—Es que tengo que practicar, chicos —dijo, encogiéndose de hombros.

Agustín se quitó los lentes y los sostuvo, presionando la frente contra su mano. Ya había aprendido que ese gesto significaba que venía algo serio, y Valentina también lo sabía; siempre se ponía incómoda cuando él se quitaba los lentes.

—Bueno. Supongamos que empiezas a sacar miles de fotos, eliges una, la envías... y no ganas. ¿Qué harás entonces?

—¿Por qué siempre tienes que ser tan negativo? —se giró para evitar su mirada, claramente molesta.

—Porque te conozco, Valentina. Cuando las cosas no salen como esperas, te derrumbas.

—Eso no es cierto —replicó, sonrojándose de vergüenza.

Los observé, notando la complicidad de años de amistad entre ellos. Había algo cálido en su manera de discutir que, por momentos, me hacía sentir como el mal tercio. Aproveché para revisar mi celular, pero, como era de esperar, no tenía ningún mensaje suyo. Aún así, no podía evitar el anhelo de que apareciera alguna notificación.

Entonces, un empujón en la espalda me hizo tambalear, y mi teléfono cayó al suelo. Al voltear, vi a Orellana, quien pasó a mi lado con una mueca de desprecio, ni siquiera se detuvo para disculparse. Su mirada apenas me atravesó, y fue suficiente para sentir un escalofrío. Decidí no reaccionar, aunque noté cómo Agustín y Valentina se tensaban.

—Te lo dije, estás metiéndote con gente peligrosa —dijo Agustín, alcanzándome el celular.

Aunque no quería aceptarlo, sabía que tenía razón.

(...)

Finalmente, cuando el día terminó, iba de regreso a casa. Trataba de relajarme, viendo cómo las hojas caían lentamente, siguiendo el rumbo del viento. Intentaba hacer lo mismo, dejarme llevar sin preocuparme. Sin embargo, mis ojos no podían despegarse de la pantalla del celular. Esto se estaba volviendo casi una obsesión, y ni siquiera sabía por qué. Al sentirme ridículo, guardé el celular en el bolsillo.

Pero antes de que pudiera avanzar, alguien me agarró del brazo y me empujó hacia un lado. Cuando volví la mirada, allí estaba Gabriel, a solo unos centímetros de distancia, tan nervioso que parecía a punto de saltar.

—¿Todo bien? —preguntó a la par de que su voz temblaba.

Noté que apretaba su brazo con la otra mano, tragando saliva repetidamente. Estaba tan ansioso como yo.

—Sí... es raro pensar que al fin estamos en la universidad. Es... muy diferente a la secundaria —dije, intentando sonar más relajado de lo que realmente estaba.

De repente, Gabriel se dejó caer de cuclillas y soltó un grito de desesperación. Me asusté, pero también me preocupé.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—¡Es muy difícil! No sé cómo hacer esto —exclamó, escondiendo su cabeza entre las piernas.

Tuve que morderme el labio para no reír, así que me agaché a su nivel y le tendí una mano.

—¿Qué tal si empezamos de nuevo? —sugerí, con una sonrisa amable—. Me llamo Teo Nazar, tengo 18 años y me gusta el chocolate, pero soy alérgico a las nueces.

Gabriel me miró, tomando mi mano para ponerse de pie. Al principio evitó mirarme a los ojos, pero finalmente nuestras miradas se cruzaron.

—Soy Gabriel Alborán. Si no te quedó claro después del grito de mi madre el otro día, entonces no tienes remedio —rió, relajándose un poco—. Me gustan las uvas y... ¡Dios! esto ya parece una presentación de niños de jardín de infantes.

Empezamos a reír, y la risa de Gabriel me contagió.

—Es un gusto conocerte, Gabriel Alborán que le gustan las uvas.

—Basta, es vergonzoso —dijo, agachando la cabeza con una sonrisa tímida—. Debería irme antes de que mi madre aparezca de nuevo. Siempre viene a buscarme cuando me tardo de más.

Se despidió mirando alrededor con nerviosismo, como si temiera que alguien más pudiera escucharnos. Luego se marchó, volteando un par de veces, asegurándose de que aún lo veía.

Mientras lo observaba alejarse, sentí que, de algún modo, algo dentro de mí se había aclarado. Con una sonrisa en el rostro, volví a sacar el celular. Y justo en ese momento, vibró con una notificación: un mensaje.

Era una captura de pantalla. Mi número estaba guardado como "Teo" con un emoji de chocolate al lado.

"¿Está bien si te agendo así?", decía el mensaje, y un cosquilleo cálido se extendió por mi estómago.

"Sí, me encanta, Gabi 🍇", respondí.

KIRARABU [Nueva Versión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora