Prólogo

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–La Noche en que el Silencio Llegó.–

El viento aullaba en la oscuridad como un lobo hambriento, un sonido desgarrador que se mezclaba con el rugido de la tormenta, azotando la lluvia contra el parabrisas con una furia implacable. Las gotas, gruesas y pesadas, se estrellaban contra el cristal, borrando el mundo exterior en un velo espeso de agua y oscuridad que parecía tragar todo a su paso. Era una noche realmente tormentosa, el aire vibraba cargado de una electricidad inquietante que resonaba con la tensión acumulada en el corazón de Izuku. Justo salía de la calidez del hogar de un amigo, donde la alegría y el calor humano aún yacían frescos en su memoria, pero el camino de regreso a casa se extendía ante él, un reto que parecía alargarse con cada paso, como un desafío lanzado por la furia desatada de la naturaleza misma.

El asfalto, brillante y traicionero bajo la luz parpadeante de los faros de los vehículos, reflejaba las luces de los pocos coches que se atrevían a desafiar la tempestad en esta noche oscura. Cada charco en el suelo era un espejo distorsionado que multiplicaba y distorsionaba las luces, creando un laberinto en el que los reflejos se entremezclaban, atrapando la mirada y desorientando con cada paso que daba. El viento silbaba entre los edificios, un susurro amenazante que se mezclaba con el rugido constante de la tormenta, convirtiéndose en un paisaje sonoro que al mismo tiempo aterraba y fascinaba. En medio de esta tormenta implacable, Izuku sentía un frío penetrante que se infiltraba en sus huesos, un frío que iba más allá de la piel, que se expandía y alcanzaba lo más profundo de su corazón, apoderándose de él con cada ráfaga de viento.

Entonces, de repente, un haz de luz cegador lo envolvió. Los faros de una camioneta, enormes y amenazantes, se acercaban a una velocidad aterradora que cortaba la respiración. En un instante, el tiempo se distorsionó; los segundos se estiraron, alargándose hasta convertirse en una eternidad cargada de terror. Izuku, en un intento desesperado por esquivar el impacto, realizó un movimiento instintivo, una reacción casi automática que resultó ser inútil contra la fuerza arrolladora e imparable del vehículo que se abalanzaba sobre él. El impacto fue inminente: un golpe sordo reverberó en sus oídos, un estruendo metálico que resonó en sus huesos, acompañado de un grito ahogado que quedó atrapado en su garganta, sin poder escapar. El mundo, que antes parecía estar lleno de vida, se transformó en un torbellino de metal retorcido, cristales rotos y caos, un cúmulo de emociones confusas y dolorosas que lo dejaron sumido en la confusión.

Un silencio ensordecedor lo envolvió tras el estruendo, un silencio que no era simplemente la ausencia de sonidos. Era una profunda y oscura nada que se cernía sobre él, un vacío que parecía desplazar todo indicio de vida y sonido. Cuando finalmente despertó, el mundo que conocía había cambiado. El silencio se había convertido en su nuevo compañero, un silencio que le había robado los sonidos que antes llenaban su vida: el murmullo de las conversaciones, el cantar de los pájaros al amanecer, el susurro del viento entre las hojas de los árboles. Un silencio que le había privado de su capacidad de oír, pero que, irónicamente, le abriría las puertas a una nueva forma de escuchar lo que lo rodeaba, a través del latido incesante de su corazón, a través de las vibraciones que resonaban en su cuerpo, en cada rincón de su entorno. Sin embargo, Izuku Midoriya había sufrido este accidente a la tierna edad de solo 15 años; era un niño, un crío apenas despierto a los matices de la vida, y había perdido lo que la vida le había regalado al nacer, una simple, mínima y esencial cosa que todos compartimos: la capacidad de escuchar todos los sonidos del mundo.

–Cinco años después.–

El aroma a pan recién horneado, a mantequilla derretida y a azúcar glaseada flotaba en el aire cálido de una soleada mañana de otoño. Era una dulce sinfonía que llenaba la pastelería "Dulces Sueños", una de las más prestigiosas y renombradas de Japón, un lugar donde los sueños se materializaban en cada bocado. Los rayos de sol se filtraban a través de los grandes ventanales, iluminando el espacio con una cálida luz dorada que parecía envolver a todos en su suave abrazo. Izuku, ahora con sus veinte años, mostraba un crecimiento personal y físico. Su cabello, ligeramente más largo que antes, estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto la firmeza de su mandíbula y la intensidad de sus profundos ojos esmeralda, que reflejaban una sabiduría que solo se obtiene a través de experiencias profundas. Supervisaba el trabajo de sus empleados con una sonrisa tranquila y segura, una expresión que hablaba de la paz interior que había encontrado a lo largo de estos años.

"Rhythm of silence"  [BakuDeku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora